PACARAIMA
PACARAIMA
Teníamos un buen plan. ¡Un
plan perfecto!
Pero los buenos planes también
pueden ser castillos de naipes (que la mano
de un niño derrumban), cajas musicales (que
las botas aplastan). Son los momentos de las grandes
decisiones. “No soy un samurai”, dijiste. Yo te miré
en silencio. Esperé. “Por eso está descartado el harakiri”.
Me pareció exagerado y me tragué la risa. Y pensé: ritual de suicidio
japonés por desentrañamiento. Formaba parte del bushido
y se realizaba de forma voluntaria para morir con honor
en lugar de caer en manos del enemigo y ser torturado, o bien
como una forma de pena capital para aquellos que han cometido
serias ofensas o han sido deshonrados.
Estabas en tu mudo. Concentrada mirando
la pared. Pero sabías que el mundo (o al menos una parte)
estaba esperando que dijeras qué había que hacer.
Ubiquémonos geográficamente. Ciudad de Santa Elena,
Venezuela. Del otro lado de la frontera
está Pacaraima.
En el aire: canciones nuevas que
nadie quiere escuchar.
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PEIDO DE CAPTURA
PEIDO DE CAPTURA
En el peritaje se encontraron
restos. Restos. Restos de
carne humana.
en el paragolpe de la pick up.
Y, encima, el fierro
con el número de serie
limado. No, limado no.
Limadísimo
Nosotros y las palabras.
Esas. Y las otras.
Las que nunca serán nuestras.
Como tesoros o mujeres.
Mujeres inalcanzables como los paredones del sueño.
Porque ya se sabe: somos pobres
y negros.
Pero, por otro lado, hay una
ventaja: no tenemos nombre ni apellido.
Uno o dos apodos. Nada
más que eso.
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JUGANDO AL VOLEY EN LA TERRAZA DEL MANICOMIO
JUGANDO AL VOLEY EN LA TERRAZA DEL MANICOMIO
En el piso de baldosas coloradas.
6 de un lado y 6 del otro de la red.
Un enrejado de alambre, alto para que la
pelota no se fuera a la calle.
(O para que nadie intentara tirarse)
(estábamos en un cuarto piso).
El lugar se llama Dharma. Está en la avenida
Chiclana.
Ninguno de los médicos le decía
manicomio. Clínica psiquiátrica o
neuropsiquiátrica.
Se atiende todo tipo de patologías mentales.
Pero yo iba al “hospital de día”. De
lunes a viernes. De 12 a 17.
Jugábamos al vóley, hacíamos collares de
mostacillas, taller de teatro, taller literario,
terapia de grupo, terapia individual.
Todos tenían recaídas. Todos menos yo. A
los tres meses o un poco más me dieron el
alta. Fue divertido. Hice algunos buenos
amigos a los que no vi nunca más.
Entre una actividad y otra íbamos a fumar
a un pasillo sin ventanas con sillas de
plástico.
Yo le puse de nombre “El submarino”.
A los pocos días casi todos le decían así:
“vamos a fumar al submarino”.
La risperidona me apagó los ojos. El
Escitalopram me blindó el corazón. La
Benzodiacepina me permitía dormir.
Pude dejar todo menos la benzo.
Pasé unos seis años sin escribir.
Ahora volví.
Nunca más jugué al voley.
En Circulación extracorpórea
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