«La expulsión de los jesuitas»
Las
instrucciones llegan en sobres lacrados desde Madrid. Virreyes y
gobernadores las ejecutan de inmediato, en toda América. Por la noche,
de sorpresa, atrapan a los padres jesuitas y los embarcan sin demora
hacia la lejana Italia. Más de dos mil sacerdotes marchan al destierro.
El
rey de España castiga a los hijos de Loyola, que tan hijos de América
se han vuelto, por culpables de reiterada desobediencia y por
sospechosos del proyecto de un reino indio independiente.
Nadie
los llora tanto como los guaraníes. Las numerosas misiones de los
jesuitas en la región guaraní anunciaban la prometida tierra sin mal y
sin muerte; y los indios llamaban karaí a los sacerdotes, que era nombre
reservado a sus profetas.
Desde los restos de la misión de San Luis Gonzaga, los indios hacen llegar una carta al gobernador de Buenos Aires. No somos esclavos, dicen. No nos gusta la costumbre de ustedes de cada cual para sí en vez de ayudarse mutuamente.
Pronto
ocurre el desbande. Desaparecen los bienes comunes y el sistema
comunitario de producción y de vida. Se venden al mejor postor las
mejores estancias misioneras. Caen las iglesias y las fábricas y las
escuelas; las malezas invaden los yerbales y los campos de trigo. Las
hojas de los libros sirven de cartuchos para pólvora. Los indios huyen a
la selva o se hacen vagabundos y putas y borrachos. Nacer indio vuelve a
ser insulto o delito.
en Memorias del fuego, II. Las caras y las máscaras, 1984
(Fuente: Descontexto)
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