La caída de Roma
(para Cyril Connolly)
Los
muelles son constantemente sacudidos
por las olas; la lluvia en
mitad de un descampado
castiga con su azote a un tren
abandonado;
en los montes, las cuevas se llenan de bandidos.
Los
vestidos de gala alargan su esplendor.
El fisco manda a sus
agentes e inspectores
a perseguir a los morosos y evasores
por
las cloacas de las ciudades del interior.
Los
cónclaves privados y otros rituales varios
despachan a dormir a
las putas del templo.
Todos los literatos, para dar el
ejemplo,
se rodean de un par de amigos imaginarios.
Aunque
Catón, sesudo, pronuncie sus sermones
en encomio de las
Disciplinas de Otrora,
los marines con su musculatura
abrumadora
se amotinan quejándose del sueldo y las raciones.
Las
sábanas del César conservan su calor
mientras un funcionario
de escalafón muy bajo
garabatea: NO ME GUSTA MI TRABAJO,
sobre
un formulario oficial de color.
Por
igual despojados de fortuna y piedad,
empollando sus huevos
moteados en el nido,
pajaritos de patas color rojo
encendido,
observan cómo cunde la gripe en la ciudad.
Lejos,
en otra parte, un vasto contingente
de renos se desplaza en
nutridas manadas,
por grandes extensiones musgosas y doradas
Trad. Ezequiel Zaidenwerg
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