El British Airways
me dejó en Gatwick
esa mañana
de sol y esplendor
que bañaba el aeropuerto,
y los suburbios
de la gran ciudad.
Agarré la autopista,
me puse la gorra,
apreté bajo el sobaco
una botellita con agua
que pedí en el avión
y le metí pata
como quien va
al oriente de Londres,
con las tantas curvas
y el tráfico infernal.
Raro el ardor,
espantoso el oír y ver
que me peregrinó
por las banquinas y atajos
como una víbora
enroscada al cuello
y cuyos ojos apuran
pero no miden
el favor o la contra
de la situación.
Y desde algún auto,
en algún semáforo
que coincidía
con mis afanes caminantes,
un estirado caballero,
una maestra jardinera,
una musulmana sin cara,
una dama narigona
y de colorados cachetes,
dejaban un chelín o dos
en el cuenco de mis manos
tan sorprendidas como yo
por la abultada cortesía
y hospitalidad.
Y así,
de llaga y permanencia,
me hallé
en Bond Street.
¡Para qué!
¡Emergencia conflictiva!
¡De todo había
en esas veneradas vitrinas
y ríos turbulentos!
Atuendos sofisticados,
pósters setentosos,
un reseco puro que Churchill no gustó,
una guitarra sin prima ni bordona,
los calzoncillos cagados
de no sé qué rockero temperamental,
un culo de fierro
que daba entrevistas
en las miasmas de un baño público,
y miles de cosas y cositas
que aburriré si las detallo.
Sí, claro, de 500 libras
para arriba, así fuese comprar
un fósforo
a medio quemar.
Esa noche,
yo de horcajos
y medio huevardo,
me apuñaló
un puertorriqueño
que no le hacía el reguetón
y menos a los fideos con pesto.
La pasé muy mal.
Me cosieron unos quirquinchos
pelos parados
no sé de qué secta pacifista
y escrupulosos vegetarianos
que lucían el mejor cuero crudo
y borcegos
que por allá vi.
Y no sé,
se me pegan los pulmones,
asmático quirúrgico como ahora soy,
y por más que ponga entusiasmo,
si llegaré,
caminata en inverso,
a las 8:30 horas
para abordar el Alitalia
con destino a Roma
con escala en Turín.
Juzgando la dirección del viento,
la vigilia conturbada
de aves y cascarudos ,
la borra de café descafeinado
y la garantía adivinatoria del oráculo
que en Delfos plañe clemencia
y credibilidad,
tanteando
el costurón que sangra
y el olor a carne podrida
que me sale
abajo del costillar,
dificulto un bochorno afín.
Por lo menos
no me robaron
los cheques de viajero
de American Express.
- Inédito -
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