Los malnacidos de la soja
A Leonardo Valazza
Porque en la última estación el tren ruge más fuerte y la niebla sopla más blanca,
creo haber llegado al fin del mundo.
El cartel con caligrafía antigua reza
SANTA FE.
La lluvia es negra; juncos enloquecidos
y niños de tres ojos salen al encuentro de mis rodillas.
Son los malnacidos de la soja.
Este es el cielo, dicen, el cielo.
Y señalan unos brotes
duros a la distancia.
Mis ojos desorientados en sus cuencas miran la luna oscurecida,
los campos, que eran fértiles, donde ahora nadan las truchas sin aletas.
Suelto unas limosnas para los niños enanos,
sonríen sus bocas branquias.
Los dientes brillan codiciosos como monedas en el agua.
Hace un frío de agallas que los obliga a salir de la tierra escarchada.
Comprarán aguardiente bulbosa, me advierte el conductor del taxi,
para que se les cierren, al menos, dos de los tres ojos.
Con el tercero, de leche, sueñan y nos acusan.
¿Son los sueños una dulce forma de denuncia?
Y cuando sueñan son cíclopes enanos que irán a morir ebrios
junto a un contador eléctrico para que las chispan sean sus estrellas.
Tal es su pobre vida.
Yo querría salvarlos a todos, a todos, pero los niños deformes de la soja, que bebieron
la leche de glifosato del pecho verde de sus madres, no pueden ser redimidos.
Subo al coche.
Afuera las lluvias confusas de marzo, aunque es setiembre.
Los limpiaparabrisas galopan (escamas de agua, herraduras líquidas).
Antes de partir, miro sus pequeñas carnes deformes,
el tercer ojo en lo alto de la frente, pegado a los cristales.
El conductor habla y yo, ronca de trueno, tiemblo.
Un caballo ciego, los ojos sucios de nácar, cruza la carretera.
La ambición es una vaca gorda, que arrastra
por estas tierras sus viejas ubres.
Con sus cuernos lo perfora todo. ¿Lo ve?, ¿lo ve?, me pregunta el conductor
mientras me lleva por un páramo
donde solo crece la niebla enroscada a la palabra, igual que el aliento de un demonio.
Hay algo de dura indignación en su voz, piedra de azufre
que tensa las cuerdas vocales
La ambición engendra monstruos;
no es un perro semihundido lo que ve sino uno que nació sin las patas posteriores,
¿ve lo que hace el glifosato?, señala, ¿lo ve?
Y yo, con la boca abierta, empapada de asco y con un cigarro en la mano,
mi pobre consuelo de humo,
respondo:
Nada de nada.
(Fuente: Revista Penúltima)
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