lunes, 22 de marzo de 2021

Philip Larkin (Inglaterra, 1922 - 1985)

 

 


ALBADA

 

Trabajo todo el día, y por las noches me emborracho.
Me despierto a las cuatro en una oscuridad callada, y miro.
Los bordes de las cortinas no tardarán en iluminarse.
Hasta entonces veo lo que siempre ha estado ahí:
la muerte infatigable, ahora un día entero más cerca,
que borra todo pensamiento excepto
cómo y dónde y cuándo moriré.
Árida interrogación: no obstante el temor
de morir, y estar muerto,
centellea de nuevo, te posee, te aterra.

La mente se queda en blanco ante el resplandor. No
por remordimiento –el bien no hecho, el amor no dado,
el tiempo desperdiciado– ni con tristeza porque
una vida pueda tardar tanto en superar
sus malos inicios, y quizá nunca lo consiga;
sino ante la total y perpetua vacuidad,
la segura extinción hacia la que viajamos
y en la que nos perderemos para siempre. No estar
aquí, no estar en ninguna parte,
y pronto; nada más terrible, nada más cierto.

Es un miedo concreto que ningún truco
disipa. Antes lo hacía la religión,
ese vasto brocado musical apolillado
creado para fingir que no morimos nunca,
y ese capcioso discurso que dice Ningún ser racional
puede temer lo que no sentirá
, no ver
que eso es lo que tememos: ni vista, ni oído,
ni tacto ni sabor ni olor, nada con que pensar
nada que amar ni a lo que estar ligado,
el anestésico del que nadie despierta.

Y así permanece al borde de la visión,
una pequeña mancha desenfocada, un escalofrío
permanente que deja todo impulso en indecisión.
Hay muchas cosas que quizá nunca ocurran; esta sí,
y el comprenderlo es un rugido
de miedo al crematorio cuando nos pilla
sin nadie y sin bebida. El valor no sirve:
significa no asustar a los demás. Tener coraje
no te salva del último viaje.
Igual muere el llorón que el fanfarrón.

Lentamente se hace de día, y la habitación cobra forma.
Es evidente como un guardarropa, lo que sabemos,
lo que hemos sabido siempre, sabemos que no podemos escapar,
pero no lo aceptamos. Algo tendrá que desaparecer.
Mientras tanto los teléfonos se agazapan, dispuestos a sonar
en oficinas cerradas, y todo este mundo indiferente,
intrincado y de alquiler comienza a despertar.
El cielo es blanco como arcilla, sin sol.
Hay trabajo que hacer.
Los carteros, como los médicos, van de casa en casa.

 

 

(Fuente: Aire nuestro)

 

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