domingo, 5 de enero de 2020
Francisco Layna ( Madrid, 1958)
El enamorado y la muerte
Mi hermana vino a traerme muérdago y lavanda.
Me rezó, limpió mi nombre, quitó broza y barro.
Yo sé lo que sucede en el interior de una manzana.
Sé que en aquella urraca hay lugar para la espera. Una hora de tranquilidad y calor,
de buen sentimiento.
Una hora para descansar la nuca sobre cualquier tibieza.
Todo esto no es verdad, no tengo hermanas ni reposo bajo ningún manto.
Mi nombre no es de piedra, y en ese barro y esa broza jugué de niño.
A mi hermano le imponían las sombras. Le tiznaba el miedo y salía corriendo por aquellos que robaban los nombres.
A mí me robaron el mío, un domingo débil y plateado, de olor a siempre.
Juré entonces ante los que me escuchaban que había visto a un hombre lamer la pezuña de una vaca, a un niño que huía y mordía renacuajos y bebía la leche de los cactus. Juré que había visto en el mismo sitio felinos que orinaban la comida de los enfermos.
Eran los últimos enfermos.
Ahora ven a mirar conmigo. No queda ropa limpia para los heridos, puedes verlo
y puedes decirlo, si quieres.
No temas: son las alas de una polilla, se ahoga en el polvo de su propia agonía.
Estaremos juntos, quietos aquí, mientras el día se deja llegar.
Nace el gusano. Oigo su intestino, recorre la blanca carne de la fruta. Muerde tú ahora en el aire todo lo que viva.
Yo quiero estar contigo y protegerte de los que se acercan. Tal vez no me creas, y harías bien en desconfiar de mis racimos, pero no es culpa mía. No sé decirte, no sé llegar hasta tus manos, tengo poco tiempo según me dijo la dama blanca.
No queda nadie pero yo asciendo por tus trenzas, me atrevo a robar una hora al sol, besar tus talones.
Yo sé lo que sucede en el interior de una manzana, siempre la misma, en el cielo indiferente. Suena su carne cuando te miro, y te digo adiós con una vela, ya sin esperanza alguna.
(Fuente: La Caína blog)
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