He escrito tanto de las cosas
que siento una fatalidad a los detalles
en ellos y sobre ellos,
en la curva mórbida de una jarra vacía,
la plana y lisa postura del cenicero,
en los hondos y ahuecados rotos de la coladera.
A veces, cuando existir me hiere,
abro callada la alacena
y miro todo,
como familiarizada,
buscando el abrazo de los frijoles.
Finjo que tienen ojos los enchufes
les hago guiños.
Me escondo tras las escobas,
la cortina finita,
el jabón de manos
que huele a leche cortada.
Le pongo corazón a
las cebollas,
lloramos juntas.
El olor de las flores
tiesas en los floreros,
pero importante en la mesa.
Hablo con la calabaza
busco en las cosas llenar mi sequía, mudarme,
pero las cosas se petrifican
silentes,
no sirven de amantes,
no besan,
ni manosean,
no se vienen conmigo.
Y vuelvo a mi soledad
como el polvo vuelve a ellas.
He visto a la mesa amputarse las patas
para no salir corriendo.
Las cosas se rehúsan a huir
y me desilusionan,
me va quebrando el eco
de una casa vacía.
El poco valor de los mapos,
la trampa que no atrapa ratones,
los cuchillos que no cuentan sus muertos
y yo insisto en ser una cosa,
ser una cosa y no dejar rastros.
En mis sueños soy ventana,
deseo tanto ser un florero,
el ajo en la alacena.
Abrazo una columna
mientras voy podando
el suelo con mis pies de lija,
con un nudo en la garganta de hinojos.
De tantos intentos ya tengo aspecto de aguja,
el rumor, su silbido en mi contra.
Me destierran los utensilios,
me condenan a morir
con mi identidad mediocre
qué pena más dura
no ser una esquina.
Me canso de barrerme
cómo si estuviera sucia
de no permitirme discriminar,
de amputarme las muecas
para no herir a los muebles
para no ofender la puerta
que se cierra sin pretensión
cansada de esterilizarse
de los gérmenes
que aniquilo por vértigo.
No les hablo de mí.
Se van, sin conocerme siquiera.
Estoy agotada de cubrirme la boca en lugar de los ojos,
de ver a la zanahoria podrirse en los decesos,
la nevera con ese hedor agrio
que me obliga otra vez a abandonarme.
De tanto odio que me crece en el pecho
puedo hacer planes para el futuro.
Voy fertilizando insultos
con la sangre que me sobra.
Maté otra vez al cactus
Algunas cosas ya no me son útiles,
las destierro a una gaveta huérfana.
Mil cucharas soperas
y un colador enmohecido que no cierne,
se tiñan de óxido los palillos de dientes.
Como yo, las cosas engañan,
los viejos platos emancipados
sobreviven al minimalismo.
Con esto lo tengo todo
húmeda la materia innecesaria
pero, aun sin ver sonreír a la alfombra
que vende mis pisadas de polvo,
ciega de no tener otro camino que ese.
Ninguna cosa ya es nueva,
la cobardía afloja la lengua de los débiles.
No me es útil la mesa de abuelo,
toso como abuela buscando disimular
el exceso de vida,
la tradición de las tazas se ha perdido y
me persigno para la absolución.
Las cosas me reemplazan
divertidas de perderme.
Todo es culpa mía.
Intentas decirte que no eres tan egoísta
para permanecer oculta en un recuerdo.
Aspiras a ser frívola,
vivir sin arrepentimientos,
pero la pena es confusa.
Les guiñas los ojos a las mesas.
Las habitaciones crecen.
La casa inhala hondo un vacío que exige ser explorado.
Tus cosas ya no parecen tuyas,
evitas las cosas frágiles,
las rutinas te ayudan a no perderte
el café de la tarde, el sonreír,
el contar para no desaparecer.
Quieres tener una excusa
para que los sueños
no se te derramen.
A la casa no le gusta que la arreglen,
pero la arreglas,
cuentas para no perderte,
respiras para no morirte.
Morir es una metáfora
Verónika Reca Morales (Bayamón, Puerto Rico). Ha sido publicada en las revistas Small Blue Library, Espíritus Chocarreras, La Raíz Inverida, y en la antología Pa’ la Posteridad (Ediciones del Flamboyán, 2019). El Abrazo de los frijoles (Pulpo Editores, 2021) es su primer libro, recientemente presentado en Bogotá Colombia. (2022)
(Fuente: Low-fi ardentia)
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