Una estación
Esta mujer una vez estuvo hecha de carne
fresca y sólida: cuando llevaba un chico,
se mantenía escondida y entristecía sola.
No quería mostrarse deformada por la calle.
Las otras veces (era joven y sin quererlo
hizo muchos chicos) pasaba por la calle
con un paso seguro y sabía disfrutar los momentos.
Los vestidos se hacen viento las tardes de marzo
y se aprietan y tiemblan alrededor de las mujeres que pasan.
Su cuerpo de mujer se movía seguro en el viento
que se desvanecía y lo dejaba firme. No tuvo nunca otro bien
que ese cuerpo, que ahora está gastado, después de tantos hijos.
En las tardes de viento se expande un aroma de savias,
el aroma que tenía el cuerpo, de joven,
entre los vestidos superfluos. Un sabor de tierra mojada,
que en cada marzo regresa. También donde no hay avenidas
en la ciudad, y no llega en el sol el respiro del viento,
su cuerpo vivía, exhalando los jugos
en fermentación, entre muros de piedra. Con el tiempo, también ella,
que ha nutrido otros cuerpos, se ha estropeado y doblado.
No es lindo mirarla, ha perdido toda la fuerza;
pero, entre tantos que tuvo, una hija vuelve a pasar
por las calles, a la tarde, y a ostentar en el viento,
bajo los árboles, sólido y fresco, su cuerpo que vive.
Y hay un hijo que vaga, y sabe estar solo
y se sabe divertir solo. Pero se mira en las vidrieras,
complacido por el modo en que lleva del brazo
a su compañera. Le gusta, en un juego de músculos,
arrimársela, mientras ella lucha, y besarla en el cuello.
Sobre todo le gusta, después de que ha engendrado
sobre aquel cuerpo, dejarlo entristecer y volver a sí mismo.
Una apretada lo hace solamente sonreír, y un hijo
lo haría indignarse. Lo sabe la muchacha, que espera,
y se prepara a esconder el vientre deformado
y goza con él, complaciente, y le admira la fuerza
de ese cuerpo que sirve para hacer tantas otras cosas.
En Lavorare stanca (1936, 1943), Trabajar ansa. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Griselda García Editora, Del Dock, Cartografías, Buenos Aires, 2018
Versión de Jorge Aulicino
Una stagione
Questa donna una volta era fatta di carne
fresca e solida: quando portava un bambino,
si teneve nascosta e intristiva da sola.
Non amava mostrarsi sformata per strada.
Le altre volte (era giovane e senza volerlo
fece molti bambini) passava per strada
con un passo sicuro e sapeva godersi gli instanti.
I vestiti diventano vento le sere di marzo
e si stringono e tremano intorno alle donne che passano.
Il suo corpo di donna muoveva sicuro nel vento
che svaniva lasciandolo saldo. Non ebbe altro bene
che quel corpo, che adesso è consunto dai troppi figliuoli.
Nelle sere di vento si spande un sentore di linfe,
il sentore que aveva da giovane il corpo
tra le veste superflue. Un sapore di terra bagnata
che ogni marzo ritorna. Anche dove in città non c'è viali
e non giunge col sole il respiro del vento,
il suo corpo viveva, essalando di succhi
in fermento, tra i muri di pietra. Col tempo, anche lei,
che ha nutrito altri corpi, si è rotta e piegata.
Non è bello guardarla, ha perduto ogni forza;
ma, dei molti, una figlia ritorna a passare
per le strade, la sera, e ostentare nel vento
sotto gli alberi, solido e fresco, il suo corpo che vive.
E c'è un figlio che gira e sa stare da solo
e si sa divertire da solo. Ma guarda nei vetri,
compiaciuto del modo che tiene a bracetto
la compagna. Gli piace, d'un gioco di musculi,
accostarsela mentre rilutta a baciarla sul collo.
Sopratutto gli piace, poi che ha generato
su quel corpo, lasciarlo intristire e tornare a se stesso.
Un amplesso lo fa solamente sorridere e un figlio
lo farebbe indignare. Lo sa la ragazza, che attende,
e prepara se stessa a nascondere il ventre sformato
e si gode con lui, compiacente, a gli ammira la forza
di quel corpo che serve per compiere tante altre cose.
Poesíe, Mondadori
(Fuente: Otra Iglesia Es Imposible)
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