carta iv
Yo
puedo pronunciar tu nombre hasta perder el conocimiento, hasta
olvidarme de mí mismo; hasta salir enloquecido y destrozado, lleno de
sangre y ciego a perderme en las suposiciones y en las alucinaciones más
torturantes. Todo me persigue con tu nombre. Tu imagen aparece a cada
instante debajo de todas las imágenes, de todas las representaciones.
Nada
puede hacerme sufrir más que el espectáculo del amor. Yo solo, frente
al mundo, fuera del mundo, en el mundo intermedio de la nostalgia
fúnebre, de las aguas maternas, del gran claustro, del paraíso perdido;
frente a ti lejos, tan lejos que ya nada puede salvarme, ni la muerte.
Me
has arrojado por debajo de mí mismo: las palabras se van acumulando;
hay palabras de las que ya no se vuelve, que se abre una brecha por la
que se introducen el veneno y la tristeza de muerte; la desolación
total, la soledad, el abandono definitivo.
Encerrado
dentro de mí, solo con el recuerdo que me persigue noche y día sin
reposo. Ya no puedo acordarme de cuando sonreías, ahora apareces
alejándote y con una mirada que yo no hubiera querido conocer. Ya sé
todo lo que nunca hubiera querido saber, lo que algunos hombres conocen
solamente pocos instantes antes de su muerte. Y debo seguir viviendo sin
esperanza, sin estímulo sin ese pequeño espacio de refugio, de descanso
que todos necesitamos. Quizás más que nadie tenía necesidad yo de una
tabla de salvación, de una última apariencia engañosa de la vida para
seguir adelante, para salvarme de mí mismo y de la conciencia que del
mundo y de la vida he tenido desde que pude darme cuenta de la vida.
Ahora,
dónde ir, dónde volver la cara, a quién contar lo que puede sufrir un
ser humano que a veces desconozco y que siento como un extranjero
enloquecido dentro de una casa vacía. Qué puede reservarme la vida sino
la repetición constante de un solo instante, del más amargo de los
instantes. Cada nuevo día que viene no hace sino traerme la misma
desesperación; mi primer pensamiento, al despertar, eres tú; el último,
al dormir, eres tú. Y mi sueño no es sino una angustiosa búsqueda de ti.
Sueño que te vas, que me abandonas, como si pudiera abandonarse algo
que nunca se ha aceptado. Porque tú nunca me has aceptado, nunca has
querido saber nada de mí. Apenas llegaste, ya no pude ver nada, salí
despavorido tras de ti y así he continuado.
Ojalá
fuera verdad el mito del alma que se vende al diablo. Ya la hubiera yo
vendido por toda una eternidad para estar más cerca de ti, para tener la
seguridad de verte siempre. Lo que me aterroriza de la muerte es saber
que entonces no podré pensar en ti, que ya no vendrá tu recuerdo a
torturarme; que mi ternura, mi pobre ternura rechazada no podrá
envolverte en una mirada, en un anhelo infinito.
El
cielo es azul, la vida es hermosa, el aire se vuelve respirable porque
existes. Yo sé que la vida es hermosa aunque no la recuerdo, sé que el
cielo es azul aunque no lo miro nunca, sé que puede ser más azul que
nunca cuando tú sonríes. Tu sonrisa es lo más bello y humano que yo
conozca. Cuando sonríes parece que todas las montañas del mundo tuvieran
sol y árboles y que viniesen a tu encuentro a besar las huellas de tus
pasos; parece que la noche se hubiera acabado para siempre y que ya solo
la luz y el amor y una inocencia cósmica reinaran sobre el universo,
donde los planetas y los astros no pueden compararse a ti sino como
reflejos o emanaciones de tu presencia en el mundo. Ya que en tu poder
está volver sombrío el día y hacer clara la noche y desencadenar lluvias
tempestuosas y hacer gemir los elementos, ¿por qué no quieres
transformarme en un pedazo de tu sombra, o en tu aliento o simplemente
en una partícula de tu pensamiento? Si no quieres salvarme condéname a
una muerte fulminante, condéname a la desaparición total, pero que no
siga esta larga angustia, ese temor de cada día, de cada hora. Haz que
vuelva al origen de mi vida, a la nada, y no vuelvas a crearme ni a
traerme nuevamente a la vida ni siquiera bajo la forma de una piedra;
aun así tendría la nostalgia insaciable de ti, la memoria de tu
recuerdo. Dispérsame en el aire o en el fuego o en el agua o mejor en la
nada, fuera del mundo.
Sólo
pido a la vida que nunca me deje un momento de reposo, que mientras
haya un soplo de vida en mí, me torture y me enloquezca tu recuerdo, que
cada día se me haga más odiosa tu ausencia y que por una fuerza
incontenible me llegue a encerrar en una soledad que no esté habitada
sino por tu presencia. Ya no sé quién soy ni quién fui antes de
conocerte. ¿Acaso yo existía antes de conocerte? No, no era sino el
reflejo de la luz que iba llegando, de tu presencia que se acercaba.
Persígueme, tortúrame, maldíceme, pero no me abandones a mi propia
desesperación. Trata de comprender los sentimientos de un ser mortal que
te venera, que siente un ansia irracional de confundirse contigo, que
no conoce de la vida otra cosa que lo que tú le has enseñado; que sabe
que el día es un largo período de siglos que parecen un instante cuando
tu presencia se manifiesta; el resto del tiempo es noche. Manifiéstate a
mí bajo tu apariencia humana; no tomes el aspecto de sol o de la lluvia
para venir a verme; a veces me es difícil reconocerte en el rumor del
viento o cuando en mis sueños adquieres el aspecto demasiado violento de
una enorme piedra de basalto que rueda por el espacio infinito sin
detenerse y me arrastra a la desolación de las playas muertas que la
planta del hombre no había hollado aún; playas todas negras en que una
montaña que ocupa todo el horizonte sostiene una reproducción del tamaño
del cielo de tu cabeza tal como yo la conozco, tu cabeza rodeada de
centellas y que despide un fuego tan terrible que a veces se propaga
hasta las nubes e incendia el mundo. Pero basta el movimiento
imperceptible de uno solo de tus músculos, el más pequeño para que todo
vuelva a ser como nosotros creíamos que era, antes de que tu presencia
se manifestara al mundo y antes de que yo fuera el primero y el último
de tus adeptos, oh espíritu nocturno.
Abrásame
en tus llamas poderoso demonio; consúmeme en tu aliento de tromba
marina, poderoso Pegaso celeste, gran caballo apocalíptico de patas de
lluvia, de cabeza de meteoro, de vientre de sol y luna, de ojos de
montañas de la luna. Gran vendaval, dispérsame en la lluvia y en la
ausencia celeste, dispérsame en el huracán de celajes que arremolina tu
paso de centella por la avenida de los dioses donde termina la Vía
Láctea que nace de tu pene.
***
(Fuente: La comparecencia infinita)
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