viernes, 16 de octubre de 2020

Gustavo Caso Rosendi (Esquel, Chubut, Argentina, 1962 / Vive en La Plata)

 

 

Jugar a la bolita con los bichos
encontrados debajo de una baldosa.
El miedo ovillado entre el pulgar y el meñique.
Eras muy malo para eso.
En la esquina lo perdías todo.
Tu bolsillo estaba liviano.
Siempre hubo otros mucho más vivos que vos.
Y también pasaba que te sentías así: bicho bolita.
Descubierto, frágil, enrollado.
Practicabas en el fondo para que nadie te viera.
Sin apretar demasiado; tratando de que el choque sea
lo mínimo y necesario.
Luego los regresabas a su sitio.
A los bichos y a la baldosa.
Sí, era un juego demasiado solitario.
Pero nadie perdía ni ganaba.
Era un juego.
Un juego de verdad.

 

 ***

 

 

Uno se divertía con Patoruzú. Éramos niños. Si lo hojeáramos ahora, ya un poco menos inocentes, la lectura se haría bastante truculenta: nada peor que un indio domesticado. Un indio ubicado en el poder de la aristocracia, amigo de un coronel reaccionario, padrino de un estúpido playboy. De buen corazón, pura nobleza –en todo su significado. Un indio que ya no es indio sino patrón de estancia. Un indio que sólo tiene memoria de sus ancestros cuando de vez en cuando visita una cueva llena de oro.
No existe la masacre de los pueblos originarios en esta historieta. Se ubica a la víctima en el lugar de su asesino de una manera grotesca, y lo que es mucho peor: muy a propósito.


***
 
 

Fue en el cine Rocha.
La abuela Isabel me compró
el disco de Los Aristogatos.
Pero no tenía Wincofón.
Nunca pude escucharlo.
Por las noches, acostado, lo miraba.
Intentaba recordar esa música.
La imaginaba.
Miraba los dibujos de la tapa.
Así escuchaba.
Era feliz, creo.
Bastante triste, creo.
Pero tenía un disco.
Mi único disco.
Y una abuela postiza
con una sonrisa postiza.
Y un cine a catorce kilómetros.
Y una tarde de cine.
Y un trocito de pochoclo,
aún, entre los dientes.


***
 
 

Al despertar la cucaracha una mañana, convertida en Gregorio Samsa, se halló echada sobre una cama y, al alzar un poco la cabeza, contempló su vientre de piel blanca. Se irguió en dos patas, tambaleante, y se dirigió hacia el baño apoyándose en cada mueble que encontró a su paso. Luego de sacudirse una tripa que despedía un líquido amarillento, se miró al espejo y comenzó a enjabonarse. Una valija en el rincón de la pieza la esperaba. Tendría que viajar y preocuparse por negocios. La madre apareció por debajo de la puerta y le dijo que eran las siete menos cuarto. –Sí, sí. Gracias, madre –contestó una especie de voz escrita y jamás escuchada.
Luego siguió afeitándose, mientras se preguntaba por qué el destino era tan despiadado.
Bueno –pensó, enjuagándose la cara–, peor hubiera sido haberme transformado en Kafka.


***
 
 

Mi otro padre siempre comentaba una de las pocas películas que había visto en su vida: Feos, sucios y malos.
–¿Has visto –decía has visto– Viejos, sucios y feos? Él decía “Viejos, sucios y feos”.
Y yo le decía que no –aunque la verdad era que sí– para que me la cuente.
¡Se sentía tan pleno contándome algo que yo no supiera!
Cada vez que se tomaba una copa de más contaba lo mismo. Y yo lo miraba, me hacía que estaba totalmente absorto por la perogrullada de su análisis. Hasta que llegaba al final y sonreía, mientras yo pensaba lo feliz que les hace el arte a las personas, aunque sea en poquitas dosis.
Ahora, ¿por qué había abandonado todo eso, digo, ese arrebato de haber ido alguna vez al cine? Por qué se había quedado en Feos, sucios y malos no lo sabré nunca. La única certeza es que, poco antes de morir, él estaba viejo, sucio y feo.
No pude verlo muerto, yo me había ido lejos. Tan lejos como antes de irme lejos.
Pero lo imaginé sonriendo, como si acabara de contarla, una vez más.


***
 
 

A veces, casi sin querer,
medio de casualidad,
nos asomamos.
Y la luz que nos deja ver
a esa otra luz enjaulada
parece comprendernos.

El tiempo ha pasado.
Y el que sonríe desde ese papel no es
el que se conmueve sosteniéndolo.

Una gran mano acaricia
su propia manito hace ya mucho.


***
 

Treinta días sin mirar televisión. Nada de diarios. Algo leí, pero poco. No escribí ningún poema. Fui más común que el calafate.
Tuve un zorro que me siguió durante un rato como si fuera un perro. Hablé con el zorro, sin hablar. No me temió porque yo no le temí. Ninguno de los dos era una mascota. Pero alcancé a ser un poco zorro; y él, un poco humano. No nos pusimos ningún nombre.
Pero estoy seguro que mi último día en este mundo, ese zorro volverá a aparecer. Y volverá a seguirme a menos de dos metros. Porque algo que se ha comprendido tanto no puede –de ninguna manera– irse tan lejos.


***
 
 

Me vino un olor como a
Mis Ladrillos. Esos rectángulos
de goma que iban encastrándose
unos a otros hasta formar
una vivienda. Y el techito ese,
de cartón verde, para coronar
la construcción. Un hogar
era el fin. Y no el fin
de un hogar.
Pero todas esas casitas
se fueron desarmando
a medida que la gente
se iba. O se iba muriendo
(bueno, de alguna manera
se iban). O antes
de que se vayan.
Era como si ese juego
nos estuviera preparando
para otra cosa. Para el viento;
o para el cuento de Los tres chanchitos
que leeríamos más tarde. Como si
todo se armara y como si todo
de alguna manera se amara
en base al miedo; a alguna
especie de lobo que habitaba
dentro de nosotros.


***
 
 

–¿Por qué le tenés miedo
a la oscuridad? No hay nadie ahí
–decías, mientras tu mano
intentaba soltarse de la mía.

Y ahora que estoy
mirando desde adentro,
corroboro tus dichos.
No hay nadie aquí.
Ni siquiera tu mano.

A eso le temía.
A que en la oscuridad
no hubiera nadie.


***
 
 

Desde que llegué de la guerra, un sueño me persigue. De vez en cuando aparece.
Estoy en algún sitio, lejos, y no puedo regresar. Los ómnibus no paran. Los taxis siempre están ocupados. Igual, no tengo guita, aunque sí muchas explicaciones como para que alguien me lleve, pero no. No hay caso.
Es de noche, siempre. Y por más que espere y espere nunca llega el día. Espero un tren, pero no pasa ninguno. Ningún barco se arrima al muelle. –Se hace tarde, se hace tarde –me repito.
Y camino y camino sin saber muy bien hacia dónde. A veces llego a una ruina que era una de mis casas cuando chico, pero no hay nadie, ni nada adentro. Esas casas no son a donde quiero llegar. Quiero regresar a mi hogar. Al de ahora. Al único posible.
Y entonces despierto en mi cama. Abrazo a mi mujer que duerme, mientras le susurro –aunque no escuche– que ya estoy, que he regresado.
Y me pongo a llorar.


***





Escribí la palabra “GRILLO”
y un grillo se posó sobre mi hombro.

Pensé que definitivamente la poesía
había venido a visitarme y me sentí
demasiado responsable.

¿Qué sucedería si atinara a escribir
“elefante”, “dios”, “demonio”
o tu nombre enmohecido?

Ya basta por esta noche.
 
 
 

 Fuente: Todos podemos ser Raymond Carver, Gustavo Caso Rosendi, Pixel Editora, La Plata, 2017.
 
 
 
 
(Fuente: Los poetas no van al cielo)

 

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