La muerte del capitán Cook
Cuando le preguntaron cómo era Grecia, habló de una larga fila de casas de salud levantadas a orillas de un mar cuyas aguas emponzoñadas llegaban hasta las angostas playas de agudos guijarros, en olas lentas como el aceite.
Cuando le preguntaron cómo era Francia, recordó un breve pasillo entre dos oficinas públicas en donde unos guardias tiñosos registraban a una mujer que sonreía avergonzada, mientras del patio subía un chapoteo de cables en el agua.
Cuando le preguntaron cómo era Roma, descubrió una fresca cicatriz en la ingle que dijo ser de una herida recibida al intentar romper los cristales de un tranvía abandonado en las afueras y en el cual unas mujeres embalsamaban a sus muertos.
Cuando le preguntaron si había visto el desierto, explicó con detalle las costumbres eróticas y el calendario migratorio de los insectos que anidan en las porosidades de los mármoles comidos por el salitre de las radas y gastados por el manoseo de los comerciantes del litoral.
Cuando le preguntaron cómo era Bélgica, estableció la relación entre el debilitamiento del deseo ante una mujer desnuda que, tendida de espaldas, sonríe torpemente y la oxidación intermitente y progresiva de ciertas armas de fuego.
Cuando le preguntaron por un puerto del Estrecho, mostró el ojo disecado de un ave de rapiña dentro del cual danzaban las sombras del canto.
Cuando le preguntaron hasta dónde había ido, respondió que un carguero lo había dejado en Valparaíso para cuidar de una ciega que cantaba en las plazas y decía haber sido deslumbrada por la luz de la Anunciación.
(Fuente: Hugo Toscadaray)
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