Los noticieros de la mañana
(¿Por qué algunos se adaptan y otros mueren y otros oyen a Ella Fitzgerald?)
este hombre que amaba el rock ya no lo escucha,
pero oye jazz y hiphop que cuidan —al viejo que es— de enloquecerse.
Nubes blancas, eucaliptos luminosos, bolsas de basura
sobre una vereda que, si la ves por cierto lado, es infinita.
Mientras me afeito, veo a la distancia un centro comercial enorme.
Allí, casi todas las tiendas venden la misma mercancía:
una cajita con muchas envolturas adentro de la cual
hay un teléfono móvil (recubierto por un plástico negro):
el Aleph de esta era.
La vida como un bucle de música inaudible. En la sala,
se oyen risas de fondo. La TV proyecta su inconsciente:
los minions hacen una fiesta amarilla. Cambio de canal y sale
un comediante que se burla de las personas gordas.
Me veo la barriga y sé que puedo ser el blanco de esas bromas.
También me río y me avergüenzo de verme al espejo en las mañanas.
También el humorista es gordo y le creo su historia, pero eso no me salva.
(Hoy me salva una canción de Pastoral: “En el hospicio”).
Dejo de pensar bromas por ahora. Algo mío gira muy lejos de su eje.
Una voz —como la rotación de una ruleta en la feria
esperando el dardo de un pequeño con lentes— me susurra:
lloro como si no fuera una persona rota y vuelvo a romperme
y esa ruptura es el núcleo, la semilla de un país jodido
en el que soy el “jodido protagonista”. Mi historia, a veces,
es mi historia. Me borro, si quiero. Bailo, si quiero.
Soy los ríos que no tienen crecida
junto al caserío de los guayabos muertos. Lloro si soy tan niño
para no deberle al mundo ni a mis huesos.
La vida explica un hallazgo de la tecnología,
un chisme ligeramente tonto como si yo estuviera en las sillas
de un aeropuerto saturándome de noticias atroces
sobre el cambio de gobierno y los espectros del futuro.
La vida como si no ocurriera. La vida como si no me ocurriera.
Así, como si me tatuase códigos de barras
para decir que me encanta el dinero.
Así, como si me golpeara el rostro con mis puños
para decir que soy audaz y que puedo enfrentar mis problemas financieros.
Así, como si me insultara en voz alta y grabara las cosas que me digo
y las mostrara en público para que la gente se riera y se burlara de nuevo.
Yo como un zombi que trata de abrir la puerta de un castillo viviente.
Yo como una abstracción, como una saturación,
excepto mi hija —la diabla—
y sus pestañas largas, como puentes para historias caníbales.
Hola, ayúdame, por favor quiero dictar un verso.
Hola, ayúdame, que estoy muy triste y no puedo controlar los hechos:
la realidad va en streaming y yo voy en vinilo.
La vida como un conejo ciego en un elevador con luces fluorescentes.
Pienso esto desde la doble fotografía del cielo
que no escribe los ojos de un pájaro carpintero:
sin embargo, la égloga destartalada
de una marmota herida en un lecho de río
es como si la vida no ocurriera, como una piedra comunicándose
—y desenmascarándome—
como peluca de niña enferma y calva en la bañera de un hospital público.
La vida rota ha sido siempre el margen de una fotografía.
Bajo el aire soleado de un octubre lluvioso
entrego las palabras futuras a mi caída libre.
¿Cuántos niños mueren
pensando que el mundo
es un lugar seguro?
Pienso esto como si las zanahorias en la trituradora de alimentos
fueran el tiempo que me queda para ordenar el tiempo que me queda.
Hola, ayúdame, por favor quiero dictar un verso.
Hola, ayúdame, que estoy muy triste
y no puedo controlar los acontecimientos:
la realidad va en streaming y yo voy en vinilo.
(Fuente: Facebook)
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