Con Street View (editorial Sr. Scott) Víctor Angulo se acerca a la vida que germina en la periferia de las ciudades. Sirviéndose de una poesía nítida e irónica, recorre los no lugares de los barrios del boom inmobiliario, donde la vida sucede en urbanizaciones, hipermercados, polígonos y desoladas avenidas. Esta retícula urbana es el mirador donde observar la desnaturalización de sentimientos primarios, como el amor, y la desnaturalización de nuestras aspiraciones generacionales, una vez que los hemos plegado a la jornada laboral y al consumismo.
Playa de la Malvarrosa
Una mañana que no sabía qué hacer,
cogí el coche de mi chica y me dirigí a Valencia.
Por el camino,
a la altura de Teruel,
me entraron unas ganas terribles de bañarme en el mar.
Me entró también un hambre atroz,
un antojo bárbaro de paella de marisco que no lo pude
remediar,
así que cuando llegué directamente me fui a una terraza
y me pedí una ración doble.
Mientras se hacía
le dije al camarero que me sirviera una copa de vino blanco.
Me la bebí y luego me puso otra.
Me acabé el arroz y disfruté de un postre casero.
Me tomé además un café cortado,
y después tranquilamente me dirigí a la playa.
Ya no me apetecía meterme en el mar,
sino sentarme y contemplar el lugar mientras pensaba
en Luis Cernuda;
mientras pensaba en Manuel Altolaguirre, en la juventud
y en la felicidad,
o al menos así me gusta recordarlos;
así me gusta imaginarlos,
corriendo invictos y relucientes por la playa de la
Malvarrosa
como en la foto que preside la mesa de mi despacho.
Me pedí otro gintónic
y de pronto sentí que no tenía ganas de volver a casa.
Quería dormir solo y me cogí un hotel en las afueras.
De paso aproveché para llamar por teléfono.
Estaba bien, sí… También el coche… Puedes coger
el mío…
¿Ropa?… Llevaba la puesta, pero no necesitaba más.
Simplemente quería vivir la ausencia, la inquietud;
por una noche, la mera suposición,
y después volvería.
Mudanza
Primero fueron las viviendas de protección oficial,
las hipotecas basura, los alquileres en pisos compartidos.
Fueron los coches de segunda mano,
el deseo y las ciudades,
las puertas que se cerraban por falta de experiencia.
Después fue la vida en pareja,
y casi al mismo tiempo el final de la juventud.
Diez años en los que el vigor y el sexo
continuamente fueron reprimidos
por la escasez y el dinero,
por la sucesión continua de trabajos
que no daban ni para pagar el alquiler.
Diez años o quizá algo más,
aunque antes sobrevino la expansión del cuerpo
y el esplendor del lujo.
Sucedieron los viajes y el derroche,
y durante un tiempo las visitas a los restaurantes
a lo largo de los fines de semana.
Después vinieron los unifamiliares,
los niños y los monovolúmenes.
Un espacio más grande porque tras la ostentación
que produce la ausencia de compromiso
de pronto todo empezó a quedarse pequeño.
Entonces fueron los jardines y las piscinas comunitarias.
Fueron las comidas en familia, las barbacoas,
las colas del Burger King.
Fueron las sesiones de spinning, las pistas de tenis,
las hipotecas de los hijos.
Un espacio más reducido porque de repente
todo empezó a quedarse grande.
Entonces fueron otra vez los apartamentos,
los descuentos del supermercado,
los años que son distancia
aunque la vida siempre sea igual.
Para poder entenderla,
siempre trascurre al menos entre dos verdades.
Los polígonos industriales
Los polígonos, dices,
me gustan los polígonos industriales. Sus calles.
Me gustan las carreteras que se cruzan en perpendicular,
los árboles que nunca serán altos,
la vida sencilla de las cadenas de montaje.
Me gustan las fábricas,
las fiestas que se montan durante los fines de semana,
cualquier lugar donde la música no molesta
y la gente baila como si fuera el fin del mundo;
como si la intensidad de la noche jamás fuera a interrumpir
los sueños de grandeza, las ansias de poder,
las ganas de presunción y delirio.
Tras la expansión de la juventud, sin embargo;
tras la ilusión de los concesionarios
y el destello de los almacenes chinos,
tras el milagro de la gestión y la logística,
me gustan los talleres.
Me gusta lo pragmático, lo simple,
por fin la tierra allanada y dividida en parcelas,
la multiplicación de las salas de cine,
las ventajas de los autoservicios 24 horas.
Siempre rodeados de soledad,
siempre dominados por el placer y la aventura,
envueltos en medio del estupor,
me gustan los coches que hay aparcados
delante de los clubs nocturnos,
los camiones que llegan intempestivamente,
las luces de las naves comerciales.
Me gustan las salas de juego,
los supermercados que hay a la salida de las autovías,
el esplendor y el descontento,
las voces de este tiempo tan distinto a otros;
tan diferente porque me gusta lo nuevo,
lo verdaderamente nuevo de los polígonos industriales,
la gente que pasea,
las extensiones traslúcidas de la vida.
Ofertas y promociones
Creo que me perdí, y que después volví andando
por los alrededores de los polígonos industriales;
por calles que no eran las de siempre,
por las inmediaciones de las agencias de transporte
donde había gente que se acercaba
en busca de una dirección,
acaso de una notificación de ausencia.
Creo que cuando llegué a la primera rotonda
y pude ver las luces del McDonald´s a lo lejos,
dudé por un instante y después seguí recto.
Al fondo, en las últimas calles apartadas,
en el cruce de carreteras
donde habitualmente no pasa nadie,
había jóvenes que hacían chirriar las ruedas contra el
asfalto;
hacían rugir el tubo de escape porque a esa edad
se supone que la vida todavía es riesgo y emoción.
Dulce adrenalina nacida para soñar,
para sentir la euforia en cada poro de la piel.
Después de aquello,
después de que el motor de un BMW tuneado
me hiciera vibrar el corazón y me reventara la cabeza,
necesitaba un descanso.
Necesitaba algo que me hiciera comprender
el origen del sosiego.
Necesitaba aire,
y sin saber cómo, sin saber por dónde,
di vueltas a una parte de la ciudad que me era totalmente
desconocida.
Llegué hasta el Lidl y me acordé de que la voluntad
es un deseo constante de renovación y cambio;
un anhelo que necesita de millones de ofertas y
promociones
que hagan de cada semana una fiesta continua,
algo más alegre, mucho más fácil de sobrellevar.
Entré y había azafatas que te daban canapés de queso y
bricks de zumo de naranja y piña.
Había reponedores encargados de rellenar los estantes
vacíos,
más azafatas en la sección de embutidos
que amablemente te ofrecían tapas de jamón serrano y
fuet.
Había niños disfrazados de Halloween,
Había padres que revolvían entre las cajas de
herramientas
y los productos de bricolaje.
Había mujeres que rebuscaban entre los utensilios de
cocina y los complementos para el baño.
Todo por muy poco dinero.
Máxima calidad a precios irresistibles: no se podía
aguantar.
Todo lo que tocaban mis manos era amor,
intenso como extracto de lavanda;
como todo lo que algún día quiere persistir, era sencillo,
simplemente como marcar el número de la tarjeta de
crédito
y esperar toda la felicidad del mundo,
todo lo que en ese momento podía desear:
por fin una única esperanza y un único consuelo.
Todo lo que a la vida le pedía Claudel.
*****
Víctor Angulo (Soria, 1978) es profesor de Lengua y Literatura. Como poeta ha publicado Cierra despacio al salir (Premio Nacional de Poesía “Fundación Cultural Miguel Hernández”, Devenir, 2012), Son airadas las cigüeñas (Carena, 2015), Una casa victoriana (Papelesmínimos, 2018) y Street View (Sr. Scott, 2019).
(Fuente: Zenda libros)
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