miércoles, 16 de diciembre de 2020

Carlos Morales del Coso (España, 1959)

 

 

  La mecedora

 

 

 
Yo sé de una mecedora que apenas si se mueve
en las estancias perfumadas de mi corazón. 
Cuando la noche, amenazante, se acercaba a las ventanas
y colgarse quería en las rejas del atardecer
con una cinta de seda, yo escuchaba  sus quejidos
tras la puerta cerrada en que todo lo viejo se ocultaba. 
Yo subo con frecuencia al suelo perdido al que acudía de niño
para escuchar al abuelo mecerse sobre su mecedora 
frente al ventanuco abierto, como si fuera un cuadro
abierto entre las rosas, sobre las paredes blancas de mi corazón. 
Con un candil en la mano, atravieso de nuevo el pasillo 
que antaño dejaban los sacos opulentos de maíz,
y me detengo en el baúl en que Lila, mi abuela, guardaba los libros de la escuela de los ocho hijos que le guardó la vida,
y me quedo mirando la puerta que daba al palomar de mi corazón,
y allí me siento en la dulce mecedora donde antaño mi abuelo
dejaba caer todo su cansancio,
ahora soy yo quien delante y atrás se columpìa como una canica colgada del cielo, y no sé qué decir, y no sé cómo poner el alma para que sus cabellos se tensen y tañan como las campanas,
y para colmo ahora viene un niño que no se peina nunca,
un niño que sube a cuatro gatas los escalones que le separan
de un mundo misterioso en el que quiere meter la cabeza
Como si fuera una alacena llena de almendrucos y pajarillos blancos, 
van los niños deprisa por el aire ya frío de mi corazón,
y de pronto lo veo frente a mí, al pequeño muchacho que bizquea
y me toca las manos y me besa las manos y me cuenta las cosas de su escuela,
el calor que Lucía llevaba en el babi cuando él acarició sus dedos
para salir al patio, sí, ese muchacho que escalaba los naranjales 
pues quería abrir las jaulas del cielo
y en sus ojos poner el jilguero que silbaba todas las mañanas.
Y el muchacho entonces se sienta en el suelo
y me toca las manos y me besa las manos, así como yo
con mi boca besaba las manos peludas de mi abuelo 
cuando dejó de cantar
y ladeó su cabeza para cerrar sus ojos
como si en el aire inmóvil se durmiera. 
Entonces yo me inclino hacia él pequeño,
Y le beso en la frente
y le beso en el pecho, y le pido perdón y también le perdono,
Y él se queda absorto cuando me ve marchar, con la risa en la boca, 
escuchando el rumor de una mecedora silenciosa 
que no deja de agitarse. Igual que cuando yo 
cantaba.

 

 

 

(Fuente: Poesía del El Toro de Barro)

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