EL LIBRO
Una tras otra me toco las cicatrices,
mi único camuflaje
para recordar quién soy.
Ya santiguarme no puedo:
ese es mi último ritual.
La más antigua es la del hombro izquierdo
—de la vacuna contra la viruela—
redonda, como si alguien
hubiera apagado un cigarrillo allí.
Ese fue mi primer bautismo.
Tengo muchos arañazos, muy finos,
por los diez dedos de las manos:
uno por cada mandamiento.
De niño me gustaban los cuchillos.
Entonces no había otros juguetes.
Solía colocar todos los objetos de la casa
que eran puntiagudos o afilados
delante de mí en la mesa,
para darles nombres
como se nombra a los niños.
La edad de un caballo se determina por los dientes,
la de un dolor por sus cicatrices.
Y aun así todavía soy joven.
Aquí (y debe decirse en susurros)
hay mucho espacio aún.
Éramos cercanos en la oscuridad
hasta que el clic del interruptor
soltó los malos espíritus de las grandes distancias.
.
Nuestros rostros se reflejaban
en la ventana del autobús
donde se leía: EN CASO DE EMERGENCIA
ROMPA El. VIDRIO.
En una hoja de papel reciclado,
que fue una vez nuestra lista de la compra,
alguien ha escrito una breve nota de despedida
antes de un largo viaje.
Ningún vuelo sufrió retrasos,
los trenes circulaban según horario.
Antes tu mano se deslizaba por el pelo
casi con descuido, casi al azar;
ahora era precisa
como el guante de un trabajador del aeropuerto
abriendo una maleta sospechosa.
Tu sonrisa ya era la sonrisa de una azafata
que enseña
cómo ajustarse el cinturón antes del despegue.
(Fuente: El poeta ocasional)
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