dos poemas
Últimas palabras
No había nadie con quien hablar.
Él golpeaba fuertemente con su martillo.
Era de noche. No se veía bien lo que clavaba.
¿Un banco? ¿Una caja? ¿Una puerta?
Golpea sin cesar con su martillo.
Su último amigo
le pregunta plácidamente: “¿Qué haces?”
él responde más plácidamente aún:
“Estoy partiendo almendras.”
Y para que las pruebe
Le alcanza dos o tres. “Magníficas”,
dice el otro.
Pero el hombre levanta su martillo
y lo descarga sobre su propia mano izquierda,
como si golpeara a un amigo invisible.
Luego dice: “Estas son las mejores todavía.”
Tal vez no ocurrió exactamente así.
No era posible distinguir nada.
Más abajo silbó el tren.
El otro desapareció.
~
Obrero del verbo
Trabajó durante toda su vida,
sin reposo, ardiente y exaltado, casi seguro de la inmortalidad,
la suya, por supuesto, en primer término.
Hasta que una noche
el viento sopla de repente.
La puerta se cierra con estrépito.
Él ve las estatuas caer
y golpearse las narices contra el suelo, y comprende.
Las palabras que había escrito con tanto celo por años y por años
se habían endurecido.
Las sentía bajo sus dedos
como la pelambre seca y neutra de una bestia muerta.
Sin embargo, continuó trabajando como de costumbre,
hasta confundir la muerte y la inmortalidad,
la embriaguez y el olvido.
Pero llegó a poner en claro
lo que es exactamente el trabajo entre la futilidad y el orgullo.
El sonoro vaivén del péndulo
tenía la resonancia de un tambor en la noche,
como si ritmara una marcha de soldados somnolientos
entre dos batallas.
***
Versiones de Nicolás Guillén
Revista El Golem
(Fuente: La comparecencia infinita)
No hay comentarios:
Publicar un comentario