El cielo para mí
Cuando me pongo a imaginar mi muerte, estaría acostada boca arriba, y mi espíritu se iría desprendiendo de mi cuerpo por la piel de la panza, como una hoja de papel manteca, y se daría vuelta y quedaría boca abajo; como la alfombra mágica del genio, pero en forma de chica, se pondría a volar bajo sobre la Tierra: el cielo para mí consistiría en ser invulnerable, poder mirar sin pausa y sin impedimentos, suspendida en el aire; mirar, mirar, mirar, algo no muy distinto de mi vida: me sentiría llena de una casi indolora soledad, contemplando la Tierra, como si contemplarla fuera mi forma personal de tener alma. Pero entonces divisaría a mi amado, de pie junto a una puerta -o algo así- en el cielo: no la puerta de las constelaciones, los pentángulos, la corona boreal, sino más bien una puertita en el portal del cielo, como esas chiquititas para el gato, del otro lado de la cual no hay nada. Y él me dice que se tiene que ir, que ya llegó la hora. Y si bien no me pide que me vaya con él, a mí me da la sensación de que querría que yo lo acompañase. Tampoco me parece que esa nada sea una nada viviente, en donde los no-seres harían una especie de amor ultraterreno; se me antoja más bien que es una nada absoluta, y que al cruzar la puerta los dos juntos desapareceríamos. Qué hermoso tomarme de su brazo, apretándolo fuerte contra el pecho, como hacen los amantes camino del altar, y dar el paso.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
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