Niño, ¡escúdate!
la cesárea de mundo a tu nacimiento
deslizó dolor a la boca
que te besa, un silencio
vigilante mientras dormías
se hizo escoria bajo el tambor de voces.
Orea los minutos. Disculpa
al que serás.
Voluble se volvió el corazón
al roturar un libro de sentencias
y una palabra, colocada de lado,
condujo mundo por los espectros del tiempo.
Niño, ¡respírate!
nadie sigue el rayo de tus ojos
hacia la más secreta noche
cuando el claro de luna reúne
vacío y follaje, y la insignificante criatura
canta a coro con tu nombre. Disculpa
al que serás.
Avanza por nunca.
*
Broté
en lo más íntimo de una palabra y forma.
Escuché a lo que prometía estrellas, lejos
y lejos de los cielos.
A lo que sonreía muerte en hospicios de Dios.
Nadie me supo.
A través de una ausencia tuve que pasar.
Para que una palabra, donde el amor se hace señas,
pasase también
extraña y libre a los duelos del aliento.
Cien veces vacié el lugar,
vacié la palabra;
nos propinamos mutuamente blancura y serenidad.
Radiantes
se habitaron las cosas, las sosegadas
de todos los pensamientos. ¡Tanto
lindaron los abismos con la luz del mundo!
Nuestra vida,
nuestra muerte, pero ¿qué
remontan ellas
hasta honrar la palabra?
*
Sitios —misterio
en la linde— nos
hospedan, cada cual
con su oro, cada
cual con su ruta,
tanto, lo
infranqueable, alza aún
un desamparo, el fin
nos ve, el
simiente.
Siquiera
este alrededor, este
encontrar
oreado en polvo, siquiera
una piedrita
resonante entre pasos.
De
aquí a aquí
vence, presión de luz,
la irreversible
libertad.
*
En torno a la inexistencia
hay también un aura,
un puro consumirse delicadamente abierto,
que en tanto nos volvemos a la muerte
resplandece para nuestra inocencia
y abre en el espacio
una línea pura.
Este privilegio del final
y este dejar encendido que no son
todavía y tal vez por siempre, nuestra vocación
pues llevamos delante de nuestras narices
el anzuelo de cualquier vida
y a la muerte sin pudor la instrumentamos
para el desvío eterno y el escarpe de Dios.
En ti y en mí
por la vida orgullosa y la muerte clara
sigue hablando lo que no es,
sigue hablando —y por la palabra invaginada
se vuelve palpable como puro abismo
y así
somos cumplidos en la irrealidad y el abandono
igual que la hierba y el animal, que al pasar
cuidan el Sí sin ilusión.
*
Aún me hablas en la desaparición
me dices menos que las cosas, aún
labras por nosotros en el no de nosotros
el margen de lo real y su álbea transparencia.
Esta nada que nos da la iniciativa
para volver a comenzar en su infinito de imágenes
donde los espacios se alcanzan por la vastedad del gesto
y los sueños prematuramente oprimidos
persisten en el claro que se abre hasta acoger.
Ustedes, que ante la estrella más visible
quisieron retener la realidad en un símbolo
aplastaron los ojos de un lenguaje extraño
hasta que pudieran las cosas ser claras y vuestras.
Pero nuestro nombre
¿acaso no consiste en llegar a ser inconcebible?
¡Nombre! ¡Inconcebible! —Claros resultan entonces
la fuente y el cántaro, la tierra y el surco,
que se hermanan al ausente por su poder de inocencia.
Perdidos
encuentran nuestros ojos, en la infancia original
la luz del día servida al día
en que un juego de fuerzas y de música
desprevenidamente emprende
el espacio total, y el mundo no hace más
que hablarse a sí
sin que tú o yo podamos interrumpirlo.
*
Iba yo, a través del poema, al encuentro de mí mismo, iba yo y venías tú,
secretos tal vez para siempre el uno del otro, perdidos tempranamente en
la luz sin alcanzar a mirarnos, tú y yo hacia el abrazo de algún tú, de algún
yo en el poema del alba, el poema que perdía a los Nombres y que en su
vacío encontraba a todas las cosas, el que en todas las cosas no encontraba
más que el vacío del Nombre, que el nombre del vacío en tu nombre y mi
nombre, y yo, que había desaparecido y quería hablarte, y tú, que te habías
desvanecido y ansiabas escucharme, no éramos más que una palabra sin
dios a través de los nombres, una palabra y su silencio parlante, la que iba
de los astros a los glaciares, de las criaturas a sus despojos, y que cuando
quería hablar por mí se sabía en mi ausencia, y que cuando deseaba oír por
ti se mostraba en tu abismo, y de mi ausencia a tu abismo y de tu abismo
a mi ausencia hallaba siempre el infinito por delante, allí no eras tú,
maravillosamente yo no era, ambos sin consumirnos por no haber existido,
ambos sin dos en el desierto del número, por ella no pertenecíamos, no
otorgábamos una dirección al avance, no promulgábamos sentido a la
visión sin futuro, ¿hacia quién iba yo así? ¿hacia quién creía dirigirme?,
¿a quién así oías tú? ¿a quién creías oír?, tanto preguntaba yo y tú
preguntabas, y tanto osábamos responder con la sombra, la inconducible,
entonces enmudecía también la tierra, que ya se alumbraba sin lo propio,
enmudecía aun el cielo, que no iluminaba con lo divino, y entre el callar
de uno y el callar de otro se alzaba la imagen y penetraban los mundos, se
alzaban los mundos y penetraba la imagen, hasta que imágenes y mundos
tejían el velo por el cual nos sabíamos, por el cual nos honrábamos sin
conocernos, uno junto al otro en el misterio florecido, uno con el otro en
la soledad inclaudicable, de este modo, claro, habíamos venido, con la
memoria que no era de ninguno, con las realidades que a ninguno
concernían, habíamos venido desde cualquier lugar, sin más lejos ni más
cerca, hacia el sitio otra vez inabarcable, tú y yo exentos de mi país, tu
país, los ajenos, exiliados de mi época y tu época, las extrañas, diferentes
a cualquiera y a nosotros mismos, cómo, al fin, respirábamos y moríamos,
yacíamos y volvíamos a nacer, en la imagen, en la imagen siempre, la que
era del mundo en lo abierto de todos, de todos en lo abierto de mundo, la
enseguida pura, la inaudita, mientras brotaba una estrella en el corazón de
la sombra, y ante la estrella honraba la visión y el encuentro, y en torno a
la sombra la duda y la pérdida, cuando enseñaba una sombra en el corazón
de la estrella, y bajo la sombra rendía las verdades del hombre, y junto a
la estrella la orfandad de las voces, habíamos venido, tú que ahora podías
hablar, en el poema en el que yo no te sabía, yo que ahora podía escuchar,
en el poema en que tú no me conocías, yo con el saber de nadie en la
imagen tan clara, tú con el comprender de ninguno en la luz tan cierta, tú y
yo viniendo y partiendo, más altos que un yo y más extensos que un tú,
diciéndonos por nadie en la fe de la estrella, el sostén de la sombra,
escuchándonos por todo al confín del lenguaje, tú y yo, aquí mismo, en el
poema, también con nosotros por fuera de nosotros, tú en la piedra y yo en
musgo, yo en la alondra y tú en el aire, ibas tú y venía yo, abrazados tal
vez desde siempre en el poema del alba, sabidos tempranamente en la luz
por no alcanzar a mirarnos, tú y yo hacia el encuentro de algún tú, de algún
yo, —yo, que había desaparecido y sabía hablarte, tú, que te habías
desvanecido y podías escucharme.
Poemas de Roberto Cignoni: “Nos propusimos trabajar los pliegues de la arquitectura verbal”
(Fuente: revista.scaner)
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