martes, 17 de mayo de 2022

Ana Arzoumanian (Buenos Aires, 1962)

 

«Káukasos»: El amor al pronunciar sus oráculos

A continuación se transcribe el hermoso y melancólico poema que conforma el libro del mismo nombre y el cual relata el encuentro y el alejamiento que se producen entre una armenia y un turco en la ciudad de Nueva York y la dificultad de nombrar una identidad para ese vínculo arduo, complejo, apasionado y, finalmente, un tanto desconfiado e imposible. Un fragmento de este título fue traducido al italiano en el X Festival de Poesía de Venecia 2016, en la instancia de «Palabras por la Paz».

Por Ana Arzoumanian

Publicado el 14.4.2018

 

Káukasos

I’m turkish and you?

No le digo

que soy de un país pequeño,

devenido pequeño,

de vecinos afectados

a la interrogación, al control.

¿Cómo no ser vulnerable?

No le digo

cómo no ser vulnerable

en el límite con Irán,

con Georgia.

No le digo

que busco entre la basura

trapos en sangre de mujeres,

busco para saber

si una mujer vive con vos.

I’m turkish and you?

Los apresurados me empujan.

Hay que marchar.

No es posible detenerse.

La resistencia a ser testigo

del dolor

se angosta aquí.

A la derecha

y a la izquierda

de una interminable avenida

una multitud aplaude.

Es 12 de octubre

y todo es grande.

Esta magnitud es América,

le digo.

Te respiro como una perra

que husmea, busca

al macho del lobo, del oso;

esa dureza ósea

en agua perfumada

con pasta de sándalo.

La simiente que da vida

a una cabra,

fija su cabeza en la estaca

y mientras le murmura al oído,

devora traga corta.

En el país de la libertad

busco un esclavo,

una propiedad animada

como la comunidad de esclavos

en el Campo de Marte.

Un esclavo

que me abrigue por dentro,

me diga: no se olvide de respirar.

Un esclavo

cuya crueldad

aunque esté dispuesta a destruirme,

quiera, en verdad,

su propia destrucción.

Un esclavo un aguardiente una saliva

en esta isla donde el agua

marca los límites;

el East River por el este

y el Hudson por el oeste

bares en los sótanos

en las azoteas.

Lo más bello,

lo más grande,

lo más numeroso

se saca fotos en las escaleras

de incendios en zigzag

de las calles de atrás

del mapa estrecho

trazado por los colonos holandeses.

Le doy de comer

a mi esclavo

caviar beluga, osetra, sevruga,

frutos secos caramelizados

en banquetas desgastadas de cuero azul,

en paredes manchadas de nicotina.

Busco

sangre

en lugar de hueso,

un semejante torrente

que mantenga una erección

con los testículos golpeando

la cara,

me diga:

no se olvide de respirar.

Él, el esclavo altísimo,

mi majestad,

me enseña alfabetos visuales.

Entonces aprendo a ver abismos

en el Hudson

con sus aguas grises de acero

cuando vibran las sirenas

de los barcos

a un ritmo que se remonta

nada contra la corriente,

el compás de acciones bélicas.

Lo importante

es la liturgia,

el estado en que estaban

las sibilas

al pronunciar sus oráculos,

un himno

que te alce

en actividad pura

desencarnándote

en esta abstracción

de puro obrar;

mi dios esclavo

golpeándome contra la cara.

Te disolvés

rendido

a la necesidad

de este momento,

en esta compasión

de sabernos

una sola cosa.

En este movimiento

la ciudad y sus mercaditos

desplaza la imaginación

de los altares

a los tarros antiguos de porcelana,

a las estanterías

con molduras en el techo,

el boticario

de la Sexta avenida

cuyo cliente

busca remedios

con el fin de escribir

un libro de viajes

que coincida

con el paso del cometa Halley.

Mark Twain

entre frascos

gritando

taladrad, hermanos, taladrad.

La pregunta

en una Nueva York sin jazmines

vuelve

como leña al fuego,

como agua al mar

del mar

que no se llena,

como linchamiento

de encapuchados.

I’m turkish.

Y yo:

negra negra negra.

Pushkin era negro,

eso dice Marina.

En el Nieuw Haarlem

donde antes

solo había indios;

negros.

Yo una negra que está

aquí

ahora,

porque no estuve

en Anatolia

en ese momento.

Aquí como un barco

que te busca en la orilla

de los puertos

del mar

que no se llena,

para que me veas

mientras me hundo.

La soga

con la que se ahorcaron

las niñas

en las plantaciones.

Yo, una negra

consumida

a latigazos.

Todas las mañanas

del mundo

yo

un pueblo vencido

asisto

al nacimiento

de una nación.

Woodrow Wilson y su dislexia

escribiendo

la historia del pueblo americano.

La dislexia de Wilson

invadiendo México,

con su incapacidad

para leer

o escribir

otorga la autonomía

a los pueblos del imperio otomano.

Deformaciones.

Yo estoy aquí

porque no estuve

allí

en ese momento.

Una negra

que no duerme nunca

toda entera.

Escalones de vidrio laminado,

madera bávara

y mármol rosa,

ventanas triangulares

dispuestas como escamas

y la negra

a la deriva

en un extravío

que la derrumba.

La negra ve a Joseph Brodsky

en el Russian Samovar

tomando vodka casero.

Ve

el movimiento de lo que no vive.

En el extremo del decorado

alguien pide mero

con corteza de pistacho y anís.

Las imágenes tiemblan

como los negros tiemblan,

no saben cómo

salir de la película.

Algunos disparan

contra la pantalla

donde se presenta

el nacimiento de una nación.

Paso toda la noche

mirando siluetas,

los perfiles de las negras,

una anónima aventura africana,

la flagelación

de la revuelta negra en Surinam.

Y aprieto,

porque las negras saben

cómo aprieta

el mar.

 

«Káukasos», Editorial Activo Puente, Buenos Aires, 2011

 

 

La escritora argentina Ana Arzoumanian (Buenos Aires, 1962)

 

(Fuente: Cine y literatura)

 

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