Siete ventanas al oriente
(En temerosos ideogramas)
Nunca visitaré Cathay, ni la ciudad de Hangzhou.
Menguo sin tiempo, sin dinero. Hablo solo para mí en un idioma chino inventado.
Bebo. Invito a fantasmas nuevos o antiguos y no sé si son vagas formas de alcohol.
Barcas, trenes, andurriales, la cicatriz de la gran muralla que se ve desde el espacio,
los guerreros de terracota.
Bebo por la ceniza, por el extravío de las constelaciones.
Llego tambaleante al año 1095 y escribo con Su Shih en temerosos ideogramas:
No me avergüenza, a mis años, ponerme una flor en el pelo.
La avergonzada es la flor coronando la cabeza de un viejo.
(La Gran ola de Kanagawa)
Somos arrastrados por la misma Gran Ola de Kanagawa, Hokusai,
que se levanta en el mar de nuestra imperfección.
Hasta los 50 años ninguno de tus dibujos tenía merito, eso dijiste.
Entre los 70 y 73
aprendiste algo sobre la verdadera forma de las cosas.
Te perfeccionaste a los 90, a los 100.
Pensabas que solo a los 110 cada una de tus líneas
tendría vida propia.
Te sigo con tu cayado. Subimos las laderas imaginarias del monte Fuji
por un sendero de ecos.
No llegaré a los 90 ni a los 100,
pero desde los 26 años escribo el mismo libro,
el mismo poema, la misma línea vacía.
Insisto en el místico temblor que entonces presentí,
en la caligrafía repetitiva de las rayas del tigre,
en el tentáculo de mi pulpo abrazado a la Gran Ola.
Pero mi práctica es inversa,
como mi firma
más temblorosa cada vez,
más ilegible,
más huesosa.
(Mi ceremonia del Té)
Las cinco cumbres. Ni dormido ni despierto, Bodhidharma
quiso meditar siete años sin descanso.
Una noche no resistió más y se durmió. Disgustado cortó sus párpados
que en el suelo se volvieron las primeras hojas de té.
Ver con el filo hiriente de los ojos.
¿Son los párpados de Bodhidharma o los míos?
Dispongo cinco o siete tazas que durarán toda la noche.
Es mi orden ceremonial, mi petición de sabiduría.
Bebo el líquido hirviente que inflama mis labios y mis pensamientos.
Se turban, se enroscan en su cárcel de porcelana.
Al fin son el espacio que se concentra amenazado
por un frío descomunal,
el silbido de una ranura
y después Nada.
Una Nada mendiga.
Una Nada ladrona.
(La bella de Asia)
Una mujer besa la adormidera
y deja su sangre venenosa
en los labios de quién:
¿de Mayaleve
de la mimosa
de José María Eguren
de mí?
La Bella de Asia ágil se crispa como una cobra.
Y yo me aduermo en un camastro
de los fumaderos del Barrio Chino
en la luz oblicua de una diminuta
cámara oscura
en un dedal
en el nudo desmesurado de una corbata
sucia de humo.
¿1920?
¿Estoy en el álbum Photographs?
¿Soy la miniatura aprisionada de un fantasma
sin Bella de Asia?
¿Me espía un muñeco con el rostro embozado
y un capirote?
(El mensaje imperial)
Kafka relata que el Emperador ha enviado para ti,
mísero súbdito,
un mensaje desde su lecho de muerte.
Le ha pedido al mensajero que se incline para que guarde
las palabras exactas.
Todos los habitantes del imperio aguardan en silencio.
El mensajero sale corriendo, pero no acaba de atravesar
los cuerpos de tantas personas,
las estancias del palacio, los patios de una geometría escandalosa,
los jardines, los pabellones de jade,
las escaleras.
No encontrará la salida.
Nunca alcanzará la puerta de tus oídos.
Solo el Emperador y el mensajero conocen el mensaje
y desaparecerá con ellos.
No hay moral ni sentido en el relato de Kafka. Apenas una pureza,
una curiosidad punzante,
el dibujo de una sonrisa vacía que se reclina
en unos cojines de seda.
Esta tarde, mísero súbdito, debo ser el Emperador y el mensajero.
No traigo un aviso imperial para ti. Apenas una confidencia austera, insignificante:
el amor de las orugas en sus sarcófagos de hilo
que se desvanece cuando las hierven
para conseguir la seda
es idéntico al tuyo.
(Fuente: Taller Igitur)
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