domingo, 16 de febrero de 2020

Santiago Sylvester ( Salta, Argentina, 1942 )




Café Bretaña
 

EL tiempo cobra peaje a todo lo que ha nacido para durar.
Peaje a la belleza, al porvenir, al odio;
peaje a ese montón de pelo atado en la nuca de la mujer,
a la mirada del hombre,
a las palabras que se dicen, al sentido:
                peaje aún sin saberlo,
                como existen caminos aunque no vamos a ninguna
parte.

Ellos se han sentado allí, mesa de por medio, con la
intención de eternidad que aturde a todo lo transitorio:
solos y a la vez acompañados,
en estado de mudanza;
condenados a buscar cómo se sale de la contradicción.

El tiempo cobrando peaje es infalible;
y yo mismo, a mi pesar, sin ser el tiempo cobro peaje:
                no soy el tiempo, pero soy el que mira.


UN golpe en una mesa,
y el hombre mira alrededor, sin éxito ni culpa, sólo con
el asombro del que, repleto de whisky, no encuentra qué decir.

La palabra, una autopsia: un corte transversal en el
cerebro;
y de este menoscabo del lenguaje se alimenta un época que cesa, no por agotamiento, sino por crispación:
                               el psicoanálisis concluye en epilepsia,
                               la semiótica esconde su abuso en la trastienda,
                               la fanfarria de la ciencia no logra descifrar sus
propósitos;
                               ¿y qué haremos con la actividad de la palabra?

Un hombre ha golpeado la mesa, torpe la lengua y la
Mirada idiota,
y ha marcado el arranque de una nueva era:
                él es su profeta,
                una trompada en una mesa su huella digital.


NO tiene brillo ese hombre,
ni siquiera cuando toca el violín:
descascarado, pulcro, con la edad ya insegura: una pared caleada que muestra a su pesar las noticias del tiempo.

Ni brillo ni resolución: sólo un resultado.
Se acerca a cada mesa y deja allí flotando la mano con
que pide: la misma mano que sostiene el arco y
suelta ante nosotros fragmentos de Paganini,
aproximaciones y retazos.
Mano experta que, al aunar dos gestos, conoce la
distancia entre ilusión y derrumbe: mano que actúa
como si no supiera que esa distancia es ella.


ESTE sitio, como todos, es una excepción: mezcla de
estilos, huída de la naturaleza al sucedáneo, y saber
que esto (una excepción sumada a otras) es todo lo que podemos esperar.

La cerveza de ese hombre junta bilis;
una falsa rubia detiene demasiado su mirada;
ese codo en la mesa supone una teoría: soledad por puro
método, y un campo de realización que ha fracasado hace años.
Alguien cerca tose, cuenta monedas o juega con las
llaves;
alguien descubre un axioma imprevisto: con las mismas
personas se habla siempre de las mismas cosas;
alguien mira hacia fuera.

He aquí una amplia escena: elija usted el nombre, péguele
el rótulo, envíe el paquete a donde quiera; y por favor no agite el frasco, deje en paz el contenido.


DESPUÉS, ya veremos: por ahora
lo que conocemos del futuro es el presente.

Ese hombre afirma que nunca se irá de la ciudad;
su amigo, lo contrario: su tendencia a la huída.
Una joven, desdeñosa, se niega a perdonar.
Un hombre saca del bolsillo una entrada para el teatro.
Una muchacha, deslizada hacia la desgracia, sorbe un
café con la mirada en otra parte,
y en la mesa vecina un estudiante anticipa su porvenir.

Es fácil conocer el futuro: con sólo oír a esta gente, ya
sabemos su trama,
que no es sino una cita colectiva:
                cuándo, dónde, con quién,
                ese es todo el problema.









(Fuente: LA CAINA)

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