«Grand Hôtel des Ruines»
Fragmento
(1939-2024)
Esta
historia no tiene argumento, a menos que su argumento sea la Historia.
Es apenas la huella de un encuentro fortuito, de una coincidencia, una
chispa provocada por el roce efímero de dos superficies disímiles.
Acaso el pasado de las figuras que la encarnan pueda sugerir una ficción.
1
El
Mekong nace en China, en la provincia de Yunnan. En su descenso cruza
Myanmar (que antes se llamaba Birmania), dibuja la frontera entre
Tailandia y Laos, entra en Camboya y allí se abre en innumerables brazos
para formar un delta en Vietnam. El río es navegable a partir de
Savannakhet, en Laos. A partir de Camboya, en las proximidades de Phnom
Penh, se inician sus ramificaciones, y van creciendo al entrar en
territorio de Vietnam.
En
Camboya las aguas del Mekong conocen una particularidad única: su
corriente cambia de dirección. La planicie camboyana permite que sea el
nivel del agua lo que determina el sentido de la corriente. Al llegar a
Phnom Penh el río encuentra en su orilla derecha otro río que es también
un conjunto de lagos: el Tonlé Sap. Cuando baja el nivel de las aguas
del Mekong, las del Tonlé Sap se comportan como un afluente. Al llegar
la estación en que crece el volumen del Mekong la corriente invierte su
sentido: son sus aguas las que fluyen hacia el Tonlé Sap, triplicando
las dimensiones del lago. A principios de la primavera, la inundación se
reduce y el lago recobra su tamaño normal.
Los
antiguos Khmer creían que el Mekong fluía tanto hacia sus fuentes como
hacia su desembocadura en el mar. El día en que bajaba el nivel de las
aguas, el rey tomaba una embarcación y cortaba una cinta tendida entre
ambas orillas. Sus súbditos se internaban a pie en el agua para atrapar
peces con las manos.
2
La
iba a recordar como la vio por primera vez: sentada en una piedra a la
entrada de un templo invadido por raíces gigantescas, por lianas y
follaje. El moho y los líquenes habían trabajado las cabezas de Buda,
los párpados cerrados, la sonrisa casi imperceptible. Pero a ella nada
de esto parecía interesarle.
A
él le llamó la atención que estuviera sola, sin uno de los inevitables,
locuaces, políglotas guías rondando alrededor; sobre todo que no
tuviera en las manos una guía turística. La verdad es que la mirada de
la mujer no parecía observar el templo ni estudiar los bajorrelieves.
Acaso no los viese, perdida en sus pensamientos.
Su
pelo claro se volvía luminoso en el último sol de la tarde. Él le
calculó unos sesenta años. Estaba vestida con esa sencillez intemporal
que –su comercio con otras mujeres maduras se lo había enseñado– suele
ser más costosa que cualquier moda. Vaciló un instante y finalmente
decidió no abordarla. ¿Con qué pretexto le hubiese hablado? ¿Por el
simple hecho de ser dos europeos? (Para los nativos toda persona blanca
era europea, aunque hubiese nacido, como él, en el extremo sur del
continente americano). No parecía estar perdida, tampoco cansada;
sentada allí, serena, sin inquietud, muy probablemente no desease
conversación.
en En el último trago nos vamos, 2017
(Fuente: Descontexto)
No hay comentarios:
Publicar un comentario