jueves, 21 de enero de 2021

Edna St. Vincent Millay (Rockland, 1892-Austerlitz, 1950)

 

 

Meteré el Caos en catorce versos
y lo ataré; lo dejaré escapar
si tiene suerte; que se retuerza cual
tifón, fuego o demonio... Sus esfuerzos
quedarán en nada en los confines rectos
del dulce Orden, donde con sed carnal
guardaré su esencia y figura amorfa
hasta que en el Orden encuentre consuelo.
Lejos quedan los días de nuestro encierro,
su arrogancia, nuestra sumisión:
lo he atrapado. No es más ni menos
que algo sencillo falto de comprensión;
no lo forzaré a confesar los hechos.
Bondad solo daré a su corazón
 
 

~

Renacer



Solo veía desde donde estaba
un bosque y tres montañas altas;
me di la vuelta y miré al otro lado,
tres islas vi en una bahía.
Con los ojos tracé la línea
del horizonte, delgada y fina,
luego desplacé la vista hasta volver
al punto de partida;
y solo vi desde donde estaba
un bosque y tres montañas altas.
  
Nada veía encima de esas cosas
que tanto me obnubilaban;
podía tocarlas con la mano, o casi,
pensé, desde donde estaba,
y de pronto todo empequeñeció,
me faltó el resuello y la respiración.

Pero claro, dije, grande es el cielo, 
sin fin se extiende sobre mi cabeza.
Conque aquí me tumbaré
y me embriagaré de cielo.
Y eso hice, pero al final
resultó que el cielo no era tan alto.
En algún sitio acabará, me dije...
y, claro, ¡ya veo la cumbre!
El cielo, pensé, no es tan inmenso, 
¡casi podría tocarlo con la mano!
Y levanté la mano para intentarlo,
pero grité al notar su tacto.
  
Grité y —¡ay!— el infinito
sobre mí se cernió;
metió a la fuerza el grito en mi pecho,
me dobló el brazo sobre los senos
y, extrayendo de lo Indefinido
la definición de mi mente
alzó ante mis ojos un cristal
que atravesó mi vista menguante.
Hasta que creí contemplar
las mil caras de la Inmensidad;
una palabra tan sonora susurró
que mundos enteros ensordecieron,
y llevó a mis oídos sin amortiguar
los murmullos de amables esferas,
el crujido de la carpa celeste,
el tictac de la Eternidad.
  
Vi y oí, y supe al fin
el cómo y porqué de las cosas pasadas,
presentes y eternas.
El Universo, agrietado hasta la médula,
les reveló a mis tímidos sentidos
que, sobrecogida, me desplomaría,
pero no podía, ¡no! Mas hay que succionar 
la herida, así que no separé 
los labios hasta haber extraído 
todo el veneno... ¡Ay, temible garra!
Por mi omnisciencia pagué el precio
del infinito remordimiento del alma. 
  
Todo pecado era mi pecado, toda
expiación la mía, y mía la hiel
de los remordimientos. Mío era el peso
de toda maldad incubada, el odio
que subyacía a toda envidia,
mía la avaricia, mía la lujuria.

Y mientras, por cada dolor,
por cada sufrimiento, anhelaba el consuelo
con un deseo concreto...
¡Lo anhelaba en vano! Y noté el feroz fuego
de mil personas agazapadas;
con todas perecí... ¡y a todas lloré luego!
  
Un hombre moría de hambre en Capri;
movió los ojos para observarme;
noté su mirada, oí su gemido,
y supe que mía era su hambre.

En el mar vi un denso banco de niebla
entre dos barcos que chocaban y se hundían;
mil gritos rompieron los cielos,
y la garganta me rasgaron todos ellos.
  
No había dolor que no sintiera, ni muerte
que no fuese mía; mío cada último aliento
que, llorando, recibía por respuesta otro llanto
de la compasión que era yo misma.
Mío era todo sufrimiento, y mía su razón;
mía la piedad como la piedad de Dios.
  
¡Ay, horrendo peso! ¡El Infinito
presionó sobre mi finito ser!
Mi alma angustiada, como un pájaro,
oí latir contra mis labios;
pero tan cerca estaba ese tremendo peso
que no quedaba espacio para nada sin él.
Y así, bajo el peso me rendí
y sufrí la muerte, pero no pude morir.
  
Mucho tiempo yací así, ansiando la muerte,
cuando con sigilo la tierra sobre la que estaba
cedió y, dedo a dedo, tan grande se había hecho
el peso que me apresaba, que
en la tierra me hundí 
hasta quedar enterrada,
y ya no bajé más... No hay peso que logre
seguirnos bajo tierra, por grande que sea.
Noté que de mi pecho se despegaba,
y al marcharse, mi alma torturada
estalló en alegría y huyó con tal júbilo
que alrededor se revolvió el polvo.

Bien enterrada estaba ahora;
fresca es la mano de la tierra en la frente
y suave su pecho bajo la cabeza
de quien ha muerto por placer. 
Y de repente, por todas partes,
la lluvia compasiva empezó a caer;
Tumbada oía el repicar de sus cascos
sobre mi enclenque techo de paja,
y el sonido me encantó aún más
de lo que me había gustado antes.
Pues como una canción es la lluvia
para quien descansa bajo tierra,
y escasas son las voces y caras conocidas:
la soledad reina en la tumba.
  
Qué atenta es la lluvia, me dije,
a mi nuevo hogar viene a verme.
Ojalá estuviera otra vez viva
para besar los dedos de la lluvia,
para beber con los ojos el brillo
de cada oblicua línea de plata,
para captar la fresca y fragante brisa
de los manzanos rebosantes de agua.
No tardará en amainar la tormenta,
y entonces la ancha cara del sol
se reirá sobre la tierra empapada
hasta que el mundo en concordancia
se sacuda de alegría y las redondas gotas
caigan, cosquilleando, de las briznas de hierba.
  
¿Cómo soporto estar aquí enterrada
mientras encima el cielo se despeja
y vuelve el azul tras la tormenta?
Ay, amada y multiforme
belleza multicolor que me rodea,
¡nunca jamás volveré a verte!
¡Jamás! Argéntea en primavera, dorada en otoño,
¡jamás volveré a contemplarte!
Dormida, me perderé tu infinita magia,
¡apartada de ti en este sepulcro!
Oh, Dios, supliqué, permíteme renacer
¡y devuélveme a la tierra!
Enoja a las gigantescas nubes
y provoca una lluvia recia, que caiga
en un gran torrente y me libere,
¡que disuelva mi tumba y me despierte!


Callé; y entre el murmullo ahogado
que me respondió, llegó el susurro
lejano de unas alas mensajeras
cual música de la vibrante cuerda
de mi oración al cielo y... ¡zas!
Ante el salvaje látigo del viento
se agruparon aturdidas nubes de tormenta
y corrieron aterradas por el cielo,
y la gran lluvia en una sola ola negra
cayó del cielo y golpeó mi tumba.
  
No sé cómo ocurren esas cosas;
solo sé que me embargó
una fragancia que no procede
de nada salvo los seres felices;
un sonido de elfo jubiloso
cantando estrofas dulces para divertirse,
y, cubriéndolo todo, atravesándolo,
la sensación de un plácido despertar.
La hierba, de puntillas junto a mi oído,
me susurró algo que entendí;
noté las frescas yemas de la lluvia
rozándome con ternura los labios,
apoyadas con ternura en mis párpados sellados,
y de repente la pesada noche
se desprendió de mis ojos y pude ver...
un manzano empapado, goteando,
una última línea larga de lluvia de plata,
un cielo claro que recuperó el azul.
Y mientras miraba una acelerada ráfaga
de aire sopló hasta mí y dejó
en mi cara un milagro
de aliento de orquídeas, y con el olor
—¡no sé cómo pudo ocurrir!—,
mi alma volví a inspirar.
  
¡Ah! Del suelo brinqué entonces
y chillé a la tierra con tal grito
que no se ha oído jamás salvo de un hombre
que, después de muerto, vuelve a la vida.
Los árboles rodeé con los brazos;
como un demente abracé el suelo;
alcé los temblorosos brazos a lo alto;
reí y reí mirando el cielo,
hasta que en la garganta un sollozo ahogado
se me atascó, una desazón inmensa
me llenó de lágrimas los ojos al instante;
¡Dios mío, grité, no hay oscuro disfraz 
que a partir de ahora pueda ocultarme
tu radiante identidad!
No puedes moverte por la hierba
pero mis rápidos ojos Te verán pasar,
tampoco puedes hablar, ni en voz baja,
pero mi susurro Te responderá.
Conozco el sendero que lleva a Tu camino
por la fría víspera de cada día;
¡Dios, apartaré la hierba
y pondré el dedo en Tu corazón!
  
El mundo se alza a ambos lados
tan ancho como ancho es el corazón;
sobre el mundo se extiende el cielo...
tan alto como alta es el alma.
El corazón puede separar mar y tierra
y sujetar uno con cada mano;
el alma puede partir el cielo en dos
y dejar que el rostro de Dios brille en la brecha.
Pero Este y Oeste aplastarán al corazón
que no pueda separarlos a la fuerza:
y a aquel cuya alma sea plana... el cielo
lo hundirá más y más.
 
 

~


Primer fruto




Mi vela arde por ambos cabos;
    no durará la noche entera;
Pero ay, odiados, y oh, amados...,
    ¡qué luz tan intensa muestra!
 
 

~

Dafne




¿Por qué me persigues tanto?
En cualquier momento acabo
convertida en laurel alto

Si me place, en la carrera,
dejaré una rama tierna
para que me abraces en prenda.

Mas si por cuesta y recodo
ansías seguirme solo,
me marcho: ¡rápido, rápido!
 

***

Versiones de Ana Mata Buil
 
 
 

/

I will put Chaos into fourteen lines
And keep him there; and let him thence escape
If he be lucky; let him twist, and ape
Flood, fire, and demon—his adroit designs
Will strain to nothing in the strict confines
Of this sweet Order, where, in pious rape,
I hold his essence and amorphous shape,
Till he with Order mingles and combines.
Past are the hours, the years of our duress,
His arrogance, our awful servitude:
I have him. He is nothing more nor less
Than something simple not yet understood;
I shall not even force him to confess;
Or answer. I will only make him good.
 
 

~

Renascence



All I could see from where I stood
Was three long mountains and a wood;
I turned and looked another way,
And saw three islands in a bay.
So with my eyes I traced the line
Of the horizon, thin and fine,
Straight around till I was come
Back to where I'd started from;
And all I saw from where I stood
Was three long mountains and a wood.
 
Over these things I could not see;
These were the things that bounded me;
And I could touch them with my hand,
Almost, I thought, from where I stand.
And all at once things seemed so small
My breath came short, and scarce at all.
 
But, sure, the sky is big, I said;
Miles and miles above my head;
So here upon my back I'll lie
And look my fill into the sky.
And so I looked, and, after all,
The sky was not so very tall.
The sky, I said, must somewhere stop,
And—sure enough!—I see the top!
The sky, I thought, is not so grand;
I 'most could touch it with my hand!
And reaching up my hand to try,
I screamed to feel it touch the sky.
 
I screamed, and—lo!—Infinity
Came down and settled over me;
Forced back my scream into my chest,
Bent back my arm upon my breast,
And, pressing of the Undefined
The definition on my mind,
Held up before my eyes a glass
Through which my shrinking sight did pass
Until it seemed I must behold
Immensity made manifold;
Whispered to me a word whose sound
Deafened the air for worlds around,
And brought unmuffled to my ears
The gossiping of friendly spheres,
The creaking of the tented sky,
The ticking of Eternity.
 
I saw and heard, and knew at last
The How and Why of all things, past,
And present, and forevermore.
The Universe, cleft to the core,
Lay open to my probing sense
That, sick'ning, I would fain pluck thence
But could not,—nay! But needs must suck
At the great wound, and could not pluck
My lips away till I had drawn
All venom out.—Ah, fearful pawn!
For my omniscience paid I toll
In infinite remorse of soul.
 
All sin was of my sinning, all
Atoning mine, and mine the gall
Of all regret. Mine was the weight
Of every brooded wrong, the hate
That stood behind each envious thrust,
Mine every greed, mine every lust.
 
And all the while for every grief,
Each suffering, I craved relief
With individual desire,—
Craved all in vain! And felt fierce fire
About a thousand people crawl;
Perished with each,—then mourned for all!
 
A man was starving in Capri;
He moved his eyes and looked at me;
I felt his gaze, I heard his moan,
And knew his hunger as my own.
I saw at sea a great fog bank
Between two ships that struck and sank;
A thousand screams the heavens smote;
And every scream tore through my throat.
 
No hurt I did not feel, no death
That was not mine; mine each last breath
That, crying, met an answering cry
From the compassion that was I.
All suffering mine, and mine its rod;
Mine, pity like the pity of God.
 
Ah, awful weight! Infinity
Pressed down upon the finite Me!
My anguished spirit, like a bird,
Beating against my lips I heard;
Yet lay the weight so close about
There was no room for it without.
And so beneath the weight lay I
And suffered death, but could not die.
 
Long had I lain thus, craving death,
When quietly the earth beneath
Gave way, and inch by inch, so great
At last had grown the crushing weight,
Into the earth I sank till I
Full six feet under ground did lie,
And sank no more,—there is no weight
Can follow here, however great.
From off my breast I felt it roll,
And as it went my tortured soul
Burst forth and fled in such a gust
That all about me swirled the dust.
 
Deep in the earth I rested now;
Cool is its hand upon the brow
And soft its breast beneath the head
Of one who is so gladly dead.
And all at once, and over all
The pitying rain began to fall;
I lay and heard each pattering hoof
Upon my lowly, thatched roof,
And seemed to love the sound far more
Than ever I had done before.
For rain it hath a friendly sound
To one who's six feet underground;
And scarce the friendly voice or face:
A grave is such a quiet place.
 
The rain, I said, is kind to come
And speak to me in my new home.
I would I were alive again
To kiss the fingers of the rain,
To drink into my eyes the shine
Of every slanting silver line,
To catch the freshened, fragrant breeze
From drenched and dripping apple-trees.
For soon the shower will be done,
And then the broad face of the sun
Will laugh above the rain-soaked earth
Until the world with answering mirth
Shakes joyously, and each round drop
Rolls, twinkling, from its grass-blade top.
 
How can I bear it; buried here,
While overhead the sky grows clear
And blue again after the storm?
O, multi-colored, multiform,
Beloved beauty over me,
That I shall never, never see
Again! Spring-silver, autumn-gold,
That I shall never more behold!
Sleeping your myriad magics through,
Close-sepulchred away from you!
O God, I cried, give me new birth,
And put me back upon the earth!
Upset each cloud's gigantic gourd
And let the heavy rain, down-poured
In one big torrent, set me free,
Washing my grave away from me!
 
I ceased; and through the breathless hush
That answered me, the far-off rush
Of herald wings came whispering
Like music down the vibrant string
Of my ascending prayer, and—crash!
Before the wild wind's whistling lash
The startled storm-clouds reared on high
And plunged in terror down the sky,
And the big rain in one black wave
Fell from the sky and struck my grave.
 
I know not how such things can be;
I only know there came to me
A fragrance such as never clings
To aught save happy living things;
A sound as of some joyous elf
Singing sweet songs to please himself,
And, through and over everything,
A sense of glad awakening.
The grass, a-tiptoe at my ear,
Whispering to me I could hear;
I felt the rain's cool finger-tips
Brushed tenderly across my lips,
Laid gently on my sealed sight,
And all at once the heavy night
Fell from my eyes and I could see,—
A drenched and dripping apple-tree,
A last long line of silver rain,
A sky grown clear and blue again.
And as I looked a quickening gust
Of wind blew up to me and thrust
Into my face a miracle
Of orchard-breath, and with the smell,—
I know not how such things can be!—
I breathed my soul back into me.
 
Ah! Up then from the ground sprang I
And hailed the earth with such a cry
As is not heard save from a man
Who has been dead, and lives again.
About the trees my arms I wound;
 
Like one gone mad I hugged the ground;
I raised my quivering arms on high;
I laughed and laughed into the sky,
Till at my throat a strangling sob
Caught fiercely, and a great heart-throb
Sent instant tears into my eyes;
O God, I cried, no dark disguise
Can e'er hereafter hide from me
Thy radiant identity!
 
Thou canst not move across the grass
But my quick eyes will see Thee pass,
Nor speak, however silently,
But my hushed voice will answer Thee.
I know the path that tells Thy way
Through the cool eve of every day;
God, I can push the grass apart
And lay my finger on Thy heart!
 
The world stands out on either side
No wider than the heart is wide;
Above the world is stretched the sky,—
No higher than the soul is high.
The heart can push the sea and land
Farther away on either hand;
The soul can split the sky in two,
And let the face of God shine through.
But East and West will pinch the heart
That can not keep them pushed apart;
And he whose soul is flat—the sky
Will cave in on him by and by.

~

First fig


My candle burns at both ends;
   It will not last the night;
But ah, my foes, and oh, my friends—
   It gives a lovely light!

~
 
 

Daphne



Why do you follow me?—
Any moment I can be
Nothing but a laurel-tree.

Any moment of the chase
I can leave you in my place
A pink bough for your embrace.

Yet if over hill and hollow
Still it is your will to follow,
I am off;—to heel, Apollo!
 
 
 
 
(Fuente: La comparecencia infinita)

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