lunes, 24 de junio de 2024

Juan Vitulli (Rosario, 1975)

 

Poemas de De Natando y Otras Criaturas dela Costa 

Equivalencias

Una libra de carne
es casi medio kilo
pero no
completamente. Hay un par
de gramos solos
que se quedan ahí sin saber
muy bien a qué sistema
o a qué cuerpo
pertenecen. Una ardilla
parte, en la vera de octubre,
un fruto desconocido y el sonido
de los dientes sobre la madera
suena casi como
el sacro encuentro
de langostas y maizales
o cualquier otro bicho
ahogándose
en el centro de un verano opuesto,
en el eco de otro verano llano.
(Todo es por aproximación
y casi nunca estalla)
Pero cuando los platos
en el piso exploten
robando al grito
ese filo de lirio,
o cuando los vasos
difieran su forma al agua
y también ellos se hundan
sin ritmo,
supongo que esa música
que hoy hurto será un canto
ralo donde todo esto se detenga
y por un instante,
solo por un instante,
podamos entender
las equivalencias.


Ratones

Debería sentarme y escribir
de una vez por todas el poema
sobre los ratones y la casa.
De cómo ellos entran,
supongo, por las noches
siguiendo el rastro seco
en caños, paredes y desagües.
Y contar también que cuando
encuentro mes a mes sus errantes
pasos les pongo, dentro de una negra
cajita plástica,
un poco más del cebo
(al que me resisto a llamar
veneno) azul brillante. Comen,
lo sé, en la semana sin falta
y aparecen entonces
sobre el piso granitos
también de un azul ahora
mate, un pespunte
que ritma los romos ángulos
de cada cosa que se apila
en el lavadero.
Sin falta encuentro luego
a uno casi seco, con las patas
delanteras como el rictus
de un penitente desasido.
Los ojos no lo sé, pero el pelo
le sigue brillando.
Con la escoba lo acaricio
y en la pala plácido el bicho
queda sin que nadie sepa,
sin que nadie en la casa note
este íntimo pacto
de no agresión,
esta nueva y más ridícula
línea Maginot
que jamás de la puerta
sube a la escalera. Supongo que debería
sentarme y escribir que mes a mes
al juego vuelvo y cuando bajo
al sótano sé
que seguirán saliendo
o entrando los ratones
para volver a comer, casi gorriones
de una palma poco franciscana,
lo que les pongo,
y que los barro de continuo,
de a uno, como si fueran,
ellos también
la ronca respiración de esta casa.
(Quizás en lugar de un poema
debería buscar un gato
y llamarlo Inchauspe)


Deletreo

Decir separadamente las letras
de cada sílaba, y después
las sílabas de cada palabra
y luego la palabra entera.
No funciona
(La “t” siempre suena a “d”
y la imprevista palabra “tango”
que surge y desempata el malentendido)
y eso que han pasado ya
más de quince
años y yo espero que la boca
al fin el labio emule
para que surja el limpio
nombre propio que debería
satisfacer, digamos, la curiosidad
de Susan, o de Mary
y también, por qué no, del desconocido
experto en informática
con acento de la India.
Pero nada de eso ocurre.
Y en todo caso, si así fuera,
si en un rapto de rara coincidencia
esta lengua se volviera obvia
y tan clara como el sentimiento calmo
de estar acá y saberlo,
quizás ahí también las cosas
(un gato, un río, una
pesada máquina de sacar nieve)
perderían esa distancia
que, al fin y al cabo,
es lo que hoy me impulsa
a tratar de repetirlas.


Meditación en Walnut Tree Farm

Salta como si estuviera preso
del aire y fuera la rama
el tono que lo libera
para empezar la melodía. Levanta
el pico e infla el pecho,
sin las patas podría ser otra hoja
pero no lo es. Explota
el canto del pájaro al mismo
tiempo que la estampida de la luz
al amanecer hace que se vea mejor
desde acá la casa
ya sin gente.

(Ese tipo que ustedes
ven ahí afuera, sentado junto
al último estanque
de Walnut Tree Farm,
en el condado de Norfolk,
se llama Roger Deakin y es otro
santo nadador de estos paisajes.
No lo descuiden porque ya se va.
Cruzó Inglaterra
en un Citroën y con su única malla
nadó en todas las aguas que la isla
le ofrecía. Cuando terminó su viaje
se hizo famoso con un libro
llamado Waterlog. Ahora no le queda
dinero ni
más tiempo de vida.
No lo sabe aun
el pobre
y por eso se propuso escribir
un ensayo sobre la madera.
Algo anda mal. Hace días
confundió un abeto con un arce;
llamó a Jenny, Martha,
y después a la misma
dama equivocada le comentó
que no quiere volver ya a la casa
porque adentro hay
37 traductores japoneses
que vinieron por su libro
y ya no lo dejan en paz,
traductores
que no paran de interrumpirlo
con preguntas sin sentido:
¿tiene el ojo de la rana un párpado?
¿corta el agua con su filo
en dos al invierno en Cambridge?
¿es la misma anguila en el estuario
la que nada adulta
en el mar de los Sargazos?
Y la peor, la que Roger odia
¿por qué escribiste
foso cuando hablabas
apenas de una módica laguna?
Con voz grave el hombre les pide
cada mañana,
que se callen, por favor,
no que se vayan,
que se callen
los 37 al mismo tiempo,
pero el milagro del silencio
no sucede y
por la tarde
los traductores
japoneses vuelven a pedir
precisiones sobre el contorno
de las acacias en Norfolk bajo la niebla.
Los 37 no saben tampoco
que son, apenas, la sombra de un tumor
maligno,
son lo que proyecta
esta linterna mágica
hecha de nudos y adormecida en la cabeza
de ese santo nadador ahí sentado
sin ganas ya de meterse al agua.)

Salta, pero es ahora una rana
la que invoca
no la rama sino la gracia
de su peso en el agua
y con las patas
traseras un círculo dibuja
concéntrico de ondas
que dan fin lentamente
y hasta desaparecer
a la partitura
que el pájaro comenzó
por la mañana.
En el estanque tampoco
se oyen ya preguntas para nadie.

 

(Fuente: opcitpoesía.com)

 

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