Falda plisada
Aprendí el funcionamiento de las armas
dispuestas a hacer pequeños cortes en la ropa:
tijeras, hilo, aguja, cinta métrica y alfileres.
Tracé las medidas sobre el papel,
despegando el lápiz de la mesa
o reteniéndolo en los dientes
como retuve la granada
en espera por algo que teñir de rojo,
no elegí la tela.
Abuela me explica
los colores dicen mucho,
casi como los anillos
que detectan sentimientos;
azul para la tristeza,
rojo para la pasión,
verde para la envidia.
Abuela elige una tela lisa y rosa,
aún cree que soy una niña:
Mídete la cintura en tu parte más delgada,
no quiero responder
porque no sé si hallaré esa parte delgada en mi cuerpo,
estoy frente al espejo, ella frente a mí
y los alfileres están tan cerca,
se encajan, me ciñen,
a veces me pincho con ellos,
a veces disfruto pincharme las palmas de las manos con ellos,
pero solo las manos
porque el dolor es agudo, momentáneo,
el dolor resultante de un metal no es frío,
es más bien cálido,
ojalá y yo fuera ese pedazo de metal
incidiendo en la piel de otro
ojalá.
La tela debe sobrepasar mi rodilla,
el largo de la falda debe ocultar mis círculos verdes y morados,
porque el verde les hará pensar que soy envidiosa
o que mi piel lo es,
y el morado en cambio les hará pensar
que me creo mucho porque mis piernas son rollizas.
Tomo la tela y me cubro,
mido los centímetros para asegurarme
que la granada no volverá,
y que su pulpa encontró un sitio
en mis costillas,
ahí me crece otro corazón,
revienta,
me quedo casi desnuda delante de la máquina,
la máquina de Abuela también revienta,
no tendré una nueva falda
o mi lección de costura,
habrá que esperar así, en estallido
por alguien que venga a repararla.
Cristina Bello, incluido en Novísimas. Reunión de poetas mexicanas (1989-1999) (Los libros del perro, México, 2020, ed. de Zel Cabrera).
(Fuente: Asamblea de palabras)
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