miércoles, 1 de septiembre de 2021

María Ángeles Pérez López (Valladolid, España, 1967)

 

[Dos]




Dos piernas, dos rodillas, dos tobillos,
los dedos diminutos de los pies
que son tan parecidos unos a otros
y suman sus falanges en parejas,
los huesos semejantes, sucedidos
y su contaduría vertebral
para escribir el peso o el fulgor
son nómina y carbón en papel copia,
perfecta simetría con que el cuerpo
busca no estar tan solo y se consuela
del lunes y su abrazo envenenado.
Por eso se acompasa en paridad,
escruta sus meninges, sus alardes,
su tiempo entristecido y concluyente
y cuenta sus costillas mientras gime,
porque es inmensa la llanura sola
y el sol está tan lejos como el mar.
El día en que nos faltan los afectos,
palabras olvidadas como trébede,
justicia, lapicera o resplandor,
cuando estalla la flor de la torpeza
y aroma los manzanos al troncharse,
el cuerpo se conforma como puede,
busca su concordancia, su acomodo
para la ley de las compensaciones
y balancea su peso duplicado
por el estrecho beso de lo dual.
Tan solo los impares desiguales
―el sexo, el corazón o la cabeza―
revientan en su plomo solitario,
reclaman con ardor para la sed
y exigen de algún modo compañía,
un canto en que se enreden otras voces
haciendo más liviano el universo.
 
 
 

[Islotes]

 


Hasta el poema llegan, como islotes
de óxido y de plancton celular,
los restos silenciosos del naufragio
en que quedan los barcos y los hombres
tras el amor intenso, el oleaje
que levanta su proa y la sumerge
al fondo de la mar y sus caballos.
Las caracolas guardan su rumor,
la lentitud sombría en que los peces
desnudos se acomodan a morir
y vuelven cristalina su belleza
de fósil, su armadura transparente,
su vertical caída hasta el silencio
en que el fondo del mar guarda la espuma
que levantó el deseo y las mareas.
En su abisal distancia deslenguada,
amor y mar comparten varias letras
y la raíz mojada por la sal
empapa cada signo tras su empeño
por la coloración y el frenesí.
La boca humedecida, la entretela
del cuerpo y sus humores ablandados,
las veintisiete letras rezumadas
por la líquida masa del amor
después se vuelven piedra quebradiza,
astilla y fósil blanco en su rescoldo,
su agalla enrojecida en el vivir. 

~



[Lanzar contra la luz]

 

Lanzar contra la luz todos los peces
y evitar que las redes los atrapen,
que los muerda el anzuelo con su boca
curvada en la violencia de morir.
Desanudar la asfixia, trabazón,
bocanada de anhídrido y espinas
en que se hunden la angustia y los tacones
cuando el jueves se cierra, abochornado,
sobre su propia lista de imposibles.
 
Lanzarlos como quien avienta lana,
como quien suelta el trigo tras la trilla
o la harina blanquísima en el pan,
para que permanezcan en su vuelo
igual que permanece en la memoria
del agua cada fibra de la luz.
Para que se detenga su caída
contra el asfalto sucio, contra el miedo
metálico que exudan los arpones.
Para que permanezca en cada letra
el copo diminuto de almidón
como quietud de aquello que se mueve,
pez que se escurre raudo entre las manos
y nada en la canción de las agallas.

~
 
 

[Avispas]

 


Estruendoso zumbido de lo real. Y sin embargo, nada sé de las avispas.
¿Hasta dónde alcanzan sus obligaciones con el nido?
¿Acaso pueden zafarse
alguna vez
de la tarea prioritaria de desconocer la muerte?
¿No les preocupa saberse deudoras del verano y sus diosecillos rencorosos?
 
Lanzadas hacia la luz y la avidez,
obedecen el mandato de los días.
Asisten a su escuela de calor.
 
Algunas son hermanas entre sí
y se abrazan en la noche
porque temen la sombra.
Con las seis patas que entrega cada una,
forman un estrecho círculo de tiza
del que solo podrán salir al mismo tiempo.
No es posible pensar sino en el todo,
en su sustancia algo viscosa y primordial
que sostiene encendida la mañana:
hasta cinco mil piecitas de ámbar,
impacientes,
acercan todo el sol al avispero.
Otras son solitarias, como yo, que me aferro temblando a mis dos patas.
 
Tampoco sé de su apetito,
de su organización territorial
o sus banderas.
Ni siquiera si se excitan cuando lamen el miedo.
Me pregunto si en sus pesadillas hay también una cabeza de caballo ensangrentado.
Cuando despierto estoy empapada en esa sangre.
Mana de mi centro y sube a la raíz,
donde el pelo se adentra en lo invisible.
Incluso encharca todo el arco de la frente.
Desesperada, agito los brazos hacia lo alto
izando una bandera blanca
que tampoco se ve
y cuyas raíces terminan perdiéndose en el aire.
Intento gritar pero no puedo
y solo se oye un disturbio de baja intensidad,
              un rumor calcinado en el oído.
 
Las avispas conversan con palabras blanduzcas.
En el fragor de sus tareas, tal vez dicen:
esto está demoliéndose,
el ala oeste ha sido arrasada en el ataque,
festejaremos la noche de San Juan
y yo entregaré la pulpa y los atajos
a la palabra patria, ese avispero…
Arrancan descargas de fulgor
y se entregan sin miedo a la energía
en la que reverbera lo real.
Para ellas, las celdillas son cobijo, son argumento afín, son arrebujo
que permite a las larvas crecer hacia la luz.
 
Nada sé de su talle,
su desdén
o su desoladora adolescencia.
Ni del modo en que se enamoran de los caballos
hasta hacerlos morir contra mi boca.
Cuando acerco la mano hasta las crines
también soy devorada por mi propio aguijón.

***

Vallejo & Co.
 
 
(Fuente: La comparecencia infinita)

 

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