domingo, 21 de abril de 2019

Rodolfo Hinostroza, (Lima, 1941 – 2016)





Los bajos fondos


I  

                                                                                             Estaban ya distribuidos
                                                                                             los más altos oficios...  

Ahora que se hunden las nodrizas inglesas
en túnicas brillantes, como cuchillos con astas trabajadas,
ahora que en los corredores de los monasterios
vuelven a surgir apariciones (bolas de fuego,
gavillas donde aúlla el verano asesinado, un altar bizantino
sostenido por ángeles curiosos). Ahora que la
responsabilidad
de las espaldas rotas
se le atribuye al tiempo, hoy que bibliotecarios
desconfiados
se parapetan en las tapas metálicas de un tratado de
montería
y avisan a los suyos
que se construyen muchas torres de Babel, hoy sube,
como el vaho de un crimen, la certeza
del primitivo parentesco del poeta con los criminales.
¡Y ese júbilo
que se advierte en las callejuelas de hojalata, en los barrios
torcidos como un juego de dados, preludia
las fiestas del reconocimiento!


II

Estoy por el cuchillo.
Yo, que me acostaba limpiamente, que en las pequeñas
tentativas
huía como un búho en el lomo del día, reconozco
finalmente la fuerza de mis inclinaciones.
En la vecindad de la liturgia más simple,
la de las costumbres familiares,
me sorprendo excitado y compito con los perros
dobermanos
en la furia de los desgarramientos.
(Un templo,
un templo guarda todavía mis ropas de monaguillo
y mis salmos de albahaca detenidos
en las salutaciones. Guarda la vergüenza de la ropa sucia
y del pecado de no llevar corbata. Y guarda sobre todo
a un Cristo,
ladrón con la derecha y también con la izquierda,
dulcísimo
robador de los sexos y de las alcancías.)
Vuelvo por el cuchillo. ¡Agua pura, sobrevenida de
pronto,
abstracción sonadísima! Se me reprocha un crimen
ocioso, pero nadie puede contrariarme. Ya conozco mi
oficio,
y no dirán las gárgolas mis lugares secretos, y mis
métodos,
y la calcinación de contados sucesos y
la función del paréntesis y las bolas de amianto.
Esta noche me asiento en el corazón dé la ciudad
como el presentimiento de un hacha clandestina.


III

En el corazón de la ciudad
se vive y se trafica. Se conocen los mundos ocultados:
Por ejemplo el agente de los interrogantes.
Por ejemplo la calle de las bolsas quebradas.
Por ejemplo un mar obsceno, como un tatuaje en el
muslo,
por ejemplo la Taberna del Pino,
profunda como un eructo. Por ejemplo la secreta
homonimia
en los establecimientos carcelarios. Y la furia de las
alcahuetas
como la certeza de una gonorrea.
(Esta calma sargaza
estuvo precedida de unas lluvias. Para mejor habérmelas
tuve que levantarme un techo precarísimo,
que aún en medio de insultos y gargajos
fuera para mi espalda
una carga preciada y densa como una narrativa.
Porque la ciudad
de cimientos de albahaca reconoció mi esquirla,
manchó mis avenidas con gotas aceitosas como aceite de
lámpara
y ungió con pez y mirra mis manos preparadas.)
Hoy,
mes en curso y desprestigio amplísimo,
corre sobre los búcaros la esencia de proverbios
comentados por magros abuelos, y se busca
en una alcantarilla rezagos del naufragio y
los antepasados esconden sus retratos escupidos mil
veces y
los parientes vuelven a la entrepierna de sus mamacitas.
Hoy,
mes en redoma, alianza con los dados y augusta
procedencia
de las fuerzas oscuras,
cierno mi escolta y precipito mi reino
sobre muertas cabezas.


IV

Negra ciudad, me dejas los prostíbulos,
para mí, el postergado, no prolongarás más
tus avenidas, no establecerás finalmente,
en algún sitio,
tus talones de bronce.
(El más triste consuelo
suspendido de una cadenita, el más grave
consuelo, el conocimiento de un oro furtivo
como un río enmascarado, el más amargo consuelo,
el cálculo errado
acerca de un caballo de copas en la manga mugrienta,
asedian esta noche a mi corazón desencadenado.)
¡Alguaciles, aquí! Se está quemando el cuero
de las carteras en tiendas de judíos, se está
quemando el cuero, la piel, la definitiva
forma de mis andanzas. ¡Aquí personas sólidas,
ciudadanos,
pater familiac, desconocidos propietarios de unos vinos
sonámbulos!
Aquí sucede que se casa un monje, aquí las esquirlas de
un cóndor
subjuntivo hieren de cerca y lejos, hieren, es un estado
de agresión permanente y de dos filos!
(Pero el mar, obsesivo.
El mar que sangra, como un contrabando de lingotes
heridos.
Los muelles nos esperan. Los muelles han hervido
sus algas capitales en la alucinación de un cargamento.
¡Cinamomo y Belladona!
Que paguen el espanto que elegimos.)


V

No cumpliré con mis caprichos.
No me rodearán los árboles melosos, sus tucanes
ya no querrán saber de mí. Mi boca será colmada de
caídas
y de lluvias a fin de que no hable.
No tendré bodas.
No concederé más rayos de sol,
testa soberbia que se balanceaba a cada insinuación del
sonido
o de los vahos siderales.
(La constelación de Casiopea acompaña la fiebre del
viajante
de seguros de vida. Un león lo devora. Un fellah,
con un párpado cojo y el otro sediento se aproxima al
cadáver
y lo contempla. Se alza la grave pregunta
sobre el carácter exacto de la muerte.
En un desierto de agar-agar, los viejos cultivos rodean
ensimismados a unos hongos exóticos que han brotado,
se dice,
por generación espontánea. Un violinista,
durante una representación oficial se siente mal
súbitamente
y las cuerdas de su violín famoso se le insinúan debajo
de la piel.
Un marido eyacula salvajemente en el vacío, o
más precisamente entre los muslos de su mujer, una
hermosa fémina
de veinticuatro años.)
No conoceré los designios, ni la furia vengativa de los
hermosos
gibones. No tendré profundos pensamientos en ómnibus
destartalados,
que emergen de los barrios suburbanos con un olor a
pescado.
Nunca he conocido el poder de una palabra.


VI

¡Dios, me parece bastante! Ahora
quiero estar solo.
(He nacido de padres
que durmieron en el verano, más precisamente
en el centro del sol, y que habían visto
a unas nubes violetas descender sobre los párpados
de los antepasados y
temían a la muerte.) Por eso,
déjenme un poco de dicha bajo los embaldosados. Junto
a los burros de la noria
déjenme alguna dicha.
¡Oh, sí la noria!
En mi infancia arrancada a las frutas silvestres
y a las yerbas ilustres que perfumaban la casa,
una noria era quien alimentaba a miles de sueños. Padre
taciturno, tú buscaste las almohadas menos propicias,
tú buscaste tus propios pasos que habían,
luego de varios años,
de conducirme de calle en calle, en huidas pueriles,
en huidas sin término, que así fueron las nuestras.
¡Mi padre! ¡Mi infancia! Caeremos en acontecimiento
como apellidos extraños.
Así, así,
así, así. Paso por paso. Ocasión de matar
con revólveres de hojaldre. Todo perdido al fin,
todo sumido en un delirio de ropas limpias en las azoteas
azules.
La frescura del alba, pero también es cierto
que sabemos prolongar la noche hasta extremos
inverosímiles,
y que nos acompañan
el muy lúcido maullido de una gata y el impotente canto
de los gallos. Y que ellos se han cernido, toda esta larga
noche
sobre nuestros condones colgados de los árboles
y nuestras bellísimas botellas sumidas en la arena. 



(Fuente: Caína bella blog)


No hay comentarios:

Publicar un comentario