viernes, 3 de septiembre de 2021

Luis Fernando Chueca (Lima, Perú, 1965)

 

 


Primera muerte



"Entra", me dicen. El cuarto luce pulcro, el Cristo colgado en la pared, las cortinas cerradas. En la cama está mi abuelo. Imagino -a falta de precisión en el recuerdo- sus ojos cerrados. Los míos también porque he comenzado a llorar. Me abrazo a su cuerpo, lo acaricio, beso su rostro. Rezo: que no sea él el muerto sino yo. Pero suena en mis oídos la ley que ordena que los hijos entierran a sus padres y a los padres de sus padres. No puedo imaginar cuántas veces tendré que ver quebrado este principio.

Mi abuela sigue de pie junto a la cama. No dice nada pero sus manos tiemblan como si hubiera sostenido un peso mayor que el de sus fuerzas. Alguien habla con la agencia funeraria.

Salgo de la habitación con una marca que tambalea mis doce años. El desfile ha comenzado.

 
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Los signos y las cosas (i)



Frente a la seguridad de la semiótica acerca de la distancia que separa al signo de la cosa que este representa (la efigie puesta sobre el lecho funerario del rey muerto parece estar a la raíz del término representación), están los que afirman que en un verdadero poema las palabras son capaces de convocar la presencia real de aquello a lo que nombran.

Sobre esto pienso ahora que sostengo una fotografía de C y escribo este poema. Y las palabras no llegan a mostrar un cuerpo lozano en todo su esplendor. Digo C y solo alcanzo su borradura, apenas tenue sombra o recuerdo deficiente. Quizás la marca de la muerte es la definitiva imposibilidad de recuperar la imagen del ausente. Burdas copias, reproducciones, intentos se repiten fracasando cada vez. El poema que busca hundirse ritualmente en el misterio gozoso de la vida se estrella contra la única verdad de su reverso doloroso: ninguna representación de aquel que ha muerto alcanza siquiera un hálito del ser.

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El hijo del poeta



El hijo del poeta lleva casi el nombre del poeta y tiene en los ojos algo de su luz. No conoce, o apenas, la leyenda que inevitablemente marca su destino. "El esplendoroso sol que se levanta", escribió el poeta sobre el nombre de su hijo. Luego prendió fuego a sus papeles, a las viejas fotos de la abuela, a sus huesos. A sus ojos como los ojos del hijo del poeta. Euforia y paroxismo dibujaron las heridas de ese instante.

Que era necesario establecer el vínculo y era impostergable la decisión decía el poeta a punto de estallar. Y luego anunciaba su vuelta al tercer día para seguir al lado de su hijo.

El hijo del poeta arderá si lo sabe, si descubre la marca en sus pupilas o descascara la costra oscurecida de sus brazos. Pero es imposible callar la furia en el pulso del poeta y la tersa dulzura del manto que envolvía su sueño alucinado. Es inútil olvidar su paso calmo al borde del abismo.

Por eso sabrá el hijo del poeta.

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Documental



Un video narra las horas finales de Pompeya en el año 79 dC. Explica el arqueólogo que el motivo de la muerte de sus habitantes no fue la lava del Vesubio sobre los cuerpos, sino el contacto de estos con una temperatura superior a los 500 grados. "La coloración rojiza hallada en algunos cráneos es una particular incógnita. Podría ser el cerebro que comenzó a desbordarse previamente a la explosión. El calor fue tan intenso que puso a hervir el cerebro antes de estallar", anota fríamente.

Ensayo esa misma frialdad documental en este poema y añado, sobre acontecimientos más cercanos: "Lo que quedaba de los cuerpos fue entregado a los familiares en cajas de leche Gloria. Poco antes se hallaron, enterrados, camino a Cieneguilla, restos de un maxilar superior y cinco dientes, el cráneo de una mujer con un agujero de bala, retazos de un pantalón calcinado y un juego de llaves, que permitió identificar a las víctimas y seguir la pista de los cuerpos embolsados". O transcribo, en un nuevo giro, el comentario de un marino que explica que, a diferencia del Ejército, en su arma a los detenidos "los matan desnudos para que no los reconozcan, ni sortijas ni aretes, ni zapatos ni ropa interior. Y las prendas las queman".

Ni el asíndeton he tenido que inventarme. Y menos las imágenes o la contraposición.

Me pregunto si hay algo que aumentar en este poema.

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Los signos y las cosas (ii)



Después de lo anotado, ¿qué palabra conserva su sentido?

Si digo muerte, ¿alcanzo a reflejar el horror, la ausencia, la anulación de todo movimiento? Es el silencio que se tiñe de negro sobre la manta vieja de la historia, la plena absurdidad que recupera su única y privilegiada posición.

¿Es la muerte, acaso, una palabra?

Pero debo decir, o no escribir un nombre más en estos poemas. Escribir aunque las puntas desgajen las yemas de los dedos, porque se trata de acariciar cada palabra entumecida por la muerte que se acerca imperturbable y silenciosa. Y removerla, trozarla, sacudirla. Alejarla del baile de disfraces, de los juegos de máscaras y encapuches. Revivirla boca a boca.

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En: Contemplación de los cuerpos. Lima: Estruendomudo, 2005.
Proyecto Patrimonio

 

(Fuente: La comparecencia infinita)

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