Primera muerte
"Entra",
me dicen. El cuarto luce pulcro, el Cristo colgado en la pared, las
cortinas cerradas. En la cama está mi abuelo. Imagino -a falta de
precisión en el recuerdo- sus ojos cerrados. Los míos también porque he
comenzado a llorar. Me abrazo a su cuerpo, lo acaricio, beso su rostro.
Rezo: que no sea él el muerto sino yo. Pero suena en mis oídos la ley
que ordena que los hijos entierran a sus padres y a los padres de sus
padres. No puedo imaginar cuántas veces tendré que ver quebrado este
principio.
Mi
abuela sigue de pie junto a la cama. No dice nada pero sus manos
tiemblan como si hubiera sostenido un peso mayor que el de sus fuerzas.
Alguien habla con la agencia funeraria.
Salgo de la habitación con una marca que tambalea mis doce años. El desfile ha comenzado.
~
Los signos y las cosas (i)
Frente
a la seguridad de la semiótica acerca de la distancia que separa al
signo de la cosa que este representa (la efigie puesta sobre el lecho
funerario del rey muerto parece estar a la raíz del término
representación), están los que afirman que en un verdadero poema las
palabras son capaces de convocar la presencia real de aquello a lo que
nombran.
Sobre
esto pienso ahora que sostengo una fotografía de C y escribo este
poema. Y las palabras no llegan a mostrar un cuerpo lozano en todo su
esplendor. Digo C y solo alcanzo su borradura, apenas tenue sombra o
recuerdo deficiente. Quizás la marca de la muerte es la definitiva
imposibilidad de recuperar la imagen del ausente. Burdas copias,
reproducciones, intentos se repiten fracasando cada vez. El poema que
busca hundirse ritualmente en el misterio gozoso de la vida se estrella
contra la única verdad de su reverso doloroso: ninguna representación de
aquel que ha muerto alcanza siquiera un hálito del ser.
~
El hijo del poeta
El
hijo del poeta lleva casi el nombre del poeta y tiene en los ojos algo
de su luz. No conoce, o apenas, la leyenda que inevitablemente marca su
destino. "El esplendoroso sol que se levanta", escribió el poeta sobre
el nombre de su hijo. Luego prendió fuego a sus papeles, a las viejas
fotos de la abuela, a sus huesos. A sus ojos como los ojos del hijo del
poeta. Euforia y paroxismo dibujaron las heridas de ese instante.
Que
era necesario establecer el vínculo y era impostergable la decisión
decía el poeta a punto de estallar. Y luego anunciaba su vuelta al
tercer día para seguir al lado de su hijo.
El
hijo del poeta arderá si lo sabe, si descubre la marca en sus pupilas o
descascara la costra oscurecida de sus brazos. Pero es imposible callar
la furia en el pulso del poeta y la tersa dulzura del manto que
envolvía su sueño alucinado. Es inútil olvidar su paso calmo al borde
del abismo.
Por eso sabrá el hijo del poeta.
~
Documental
Un
video narra las horas finales de Pompeya en el año 79 dC. Explica el
arqueólogo que el motivo de la muerte de sus habitantes no fue la lava
del Vesubio sobre los cuerpos, sino el contacto de estos con una
temperatura superior a los 500 grados. "La coloración rojiza hallada en
algunos cráneos es una particular incógnita. Podría ser el cerebro que
comenzó a desbordarse previamente a la explosión. El calor fue tan
intenso que puso a hervir el cerebro antes de estallar", anota
fríamente.
Ensayo
esa misma frialdad documental en este poema y añado, sobre
acontecimientos más cercanos: "Lo que quedaba de los cuerpos fue
entregado a los familiares en cajas de leche Gloria. Poco antes se
hallaron, enterrados, camino a Cieneguilla, restos de un maxilar
superior y cinco dientes, el cráneo de una mujer con un agujero de bala,
retazos de un pantalón calcinado y un juego de llaves, que permitió
identificar a las víctimas y seguir la pista de los cuerpos embolsados".
O transcribo, en un nuevo giro, el comentario de un marino que explica
que, a diferencia del Ejército, en su arma a los detenidos "los matan
desnudos para que no los reconozcan, ni sortijas ni aretes, ni zapatos
ni ropa interior. Y las prendas las queman".
Ni el asíndeton he tenido que inventarme. Y menos las imágenes o la contraposición.
Me pregunto si hay algo que aumentar en este poema.
~
Los signos y las cosas (ii)
Después de lo anotado, ¿qué palabra conserva su sentido?
Si
digo muerte, ¿alcanzo a reflejar el horror, la ausencia, la anulación
de todo movimiento? Es el silencio que se tiñe de negro sobre la manta
vieja de la historia, la plena absurdidad que recupera su única y
privilegiada posición.
¿Es la muerte, acaso, una palabra?
Pero
debo decir, o no escribir un nombre más en estos poemas. Escribir
aunque las puntas desgajen las yemas de los dedos, porque se trata de
acariciar cada palabra entumecida por la muerte que se acerca
imperturbable y silenciosa. Y removerla, trozarla, sacudirla. Alejarla
del baile de disfraces, de los juegos de máscaras y encapuches.
Revivirla boca a boca.
***
En: Contemplación de los cuerpos. Lima: Estruendomudo, 2005.
Proyecto Patrimonio
(Fuente: La comparecencia infinita)
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