sábado, 4 de septiembre de 2021

Elisa Díaz Castelo / Ciudad de México, 1986.

 

 

Sobre la luz que no vemos y otras formas de desaparecer

 

 

Hay estrellas hasta que se acaba la vista,
estrellas hasta que se cansa la luz, hasta que la luz 
no alcanza, dicen       más allá de eso, incluso,
donde no podemos ver, estrellas 
       sigue el universo inalterable, siguen
galaxias de entumidas espirales,
porque la luz no llega, porque la luz no alcanza 
       estrellas hasta que se nubla la vista, 
hasta quién sabe dónde y después
aún, o eso dicen, estrellas; así

con mis ausentes, no 
los muertos, los que viven
aunque no los vea: despejan
la mesa en casas que no conozco,
con un gesto cansado toman una manzana, 
se amarran las agujetas       no lo sé de cierto pero
puedo deducirlo      que andan por ahí
disfrazados de incógnitos, se saben de memoria
calles que nunca he visto, sus lenguas tocan
palabras de otras lenguas, concretos, afincados
en sus pies y en sus manos, se animan
por la nueva película y absueltos
rompen tazas y vasos y miran
sus reflejos sin sorpresa, 
       son como muertos, son como fantasmas, 
pero más torpes, más tibios,
       viven tanto como antes, tantas horas, 
días completos, todos los minutos de corrido,
cada segundo de cobre en el reloj de la iglesia,
       igual, les falta el cambio, se desesperan, 
se les hace tarde
y cuando los recuerdo
no son quienes son,
son quienes eran, los verdaderos,
no esos farsantes que existen
a mis espaldas, sino
espectros de años abajo,
a contracorriente, su dulzura
de manos y palabra, de obra y omisión, 
de juramentos que se han pasado un poco
de la fecha, se han tornado ácidos,
ligeramente malolientes,
por mi culpa, por mi gran culpa, 
       ni siquiera en la soledad estamos solos:
los ausentes andan por ahí 
con su caminar de autómata,
de forma oblicua siguen en el mundo,
se levantan, se cepillan el pelo,
qué cansancio,
       el mundo que no vemos
sigue precipitándose y existe,
       por lo menos los muertos
son más congruentes,
       aferran uñas y dientes a sus tumbas,
se llenan el nombre de ceniza,
sus huesos son de piedra,
se ahuecan en la duda, en la certeza,
y no les amanece nunca,
       les crece un poco el pelo, las uñas, 
pero nada más y nada grave,
       no andan por ahí pintándose los labios
saludando de beso en la mejilla,
       no andan por ahí recordando sus sueños
y olvidándome un poco, y pensando
que esta que soy ahora no es la misma,
       no andan por ahí llamándome farsante,
recordando a la otra y olvidando
mis lunares, uno a uno, estrellas
que se alejan, cuya luz ya no alcanza.

 

***

Formas (guiadas) de desaparecer

de Elisa Díaz Castelo | Visitas guiadas

Durante algún periodo de mi oscura y ya lejana adolescencia, me gustaba hacer picnics en la noche. Descorchaba una botella de vino, me preparaba una torta con mucho aguacate, extendía sobre el césped frío y húmedo un mantel a cuadros y me acostaba a mirar las pocas estrellas que se manifiestan en el cielo contaminado por la luz citadina. Quiero imaginar que Heinrich Wilhelm Olbers, bajo el cielo mucho más prístino de la Alemania de inicios del siglo XIX, estaba a la mitad de un picnic nocturno cuando lo asaltó una de esas preguntas tan sencillas y elegantes que desestabilizan las bases de todo lo que creemos conocer. “¿Por qué”, se preguntó el astrónomo amateur, “es oscuro el cielo nocturno?”. De inicio, uno podría pensar que el pobre Heinrich había tomado demasiado vino espumoso o estaba más bien amodorrado; en realidad, esta pregunta sentó las bases de una paradoja que tardó más de un siglo en esclarecerse. Olbers argumentaba que, si el universo era, tal y como se concebía en esa época, infinito, estático y homogéneo, entonces el cielo nocturno ostentaría una luminosidad total y avasalladora. En cualquier punto aleatorio de la bóveda celeste brillaría la luz incandescente de alguna de las estrellas interminables.

Ese cielo saturado de luz, expuesto por Olbers en Sobre la transparencia del universo, me remitió a aquel descrito en el Bhagavad Gita para ilustrar la gloria del dios Krishna: “¡Y si el brillo de mil soles se encendiera simultáneamente en el cielo, tal resplandor podría parecerse a la Gloria de esta Gran Alma!”. Y más adelante: “¡Eres sin principio, sin medio y sin fin! ¡Eres ilimitado en Tu Poder! […] ¡Tus ojos son como los Soles y las Lunas! ¡Cuando veo Tu Rostro, Éste llamea como el fuego sacrificial e ilumina los mundos con Tu Gloria!”. Al igual que ese dios sin principio, medio ni fin, el universo antes de la teoría del Big Bang se consideraba eterno y estático. Sin embargo, la paradoja de Olbers señala una inconsistencia y sugiere que, si el cielo nocturno es oscuro, esto se debe a que el universo no es eterno. O no es estático. O no es homogéneo.

En realidad, muchos siglos antes de que a Olbers le extrañara la oscuridad de la noche durante un hipotético picnic nocturno, un marinero y luego ermitaño de Alejandría llamado Cosimas Indicopleustes reparó en el asunto. Indicopleustes teorizó que el cielo nocturno tendría que ser, como el cristal templado, resistente a las altísimas temperaturas de los astros: “El cielo de cristal soporta el calor del sol, de la luna y de un número infinito de estrellas; de otro modo, estaría totalmente lleno de fuego y podría derretir o incendiar”.

El primero en proponer una solución válida a la paradoja de Olbers no fue un científico sino el escritor Edgar Allan Poe, quien, además de escribir las premisas de algunos de los cuentos más inquietantes del planeta y de casarse con su prima de trece años, era un astrónomo aficionado. Hacia el final de su corta y atormentada vida, en 1848, publicó Eureka​​, un tratado cosmológico enloquecido y genial por partes iguales. Poe reformuló la paradoja de Olbers y despejó la incógnita: la luz de las estrellas infinitas no incendia el cielo nocturno pues el vacío sideral es tan grande y vasto que la luz de las estrellas lejanas todavía no logra atravesar el espacio y llegar a nosotros:

Were the succession of stars endless, then the background of the sky would present us a uniform luminosity, like that displayed by the Galaxy — since there could be absolutely no point, in all that background, at which would not exist a star. The only mode, therefore, in which, under such a state of affairs, we could comprehend the voids which our telescopes find in innumerable directions, would be by supposing the distance of the invisible background so immense that no ray from it has yet been able to reach us at all.1

El razonamiento cosmológico de Poe anticipó no solo la solución matemática de la paradoja de Olbers, dada por Lord Kelvin en 1901, sino que además propuso, décadas antes de la teoría del Big Bang y de la relatividad, un universo en movimiento que se originó de una sola partícula o singularidad y afirmó que “el espacio y la duración son una sola cosa”.

Hoy en día, la oscuridad del cielo nocturno puede explicarse con el concepto del horizonte cosmológico, que es la premisa de mi poema “Sobre la luz que no vemos y otras formas de desaparecer” y que reformula lo que la intuición megalómana de Poe ya había explicado. Cuando miramos hacia el espacio, hay un cierto número de estrellas que son visibles; más allá de ellas, parece haber puro vacío, pura oscuridad. El horizonte cósmico se refiere a esta aparente frontera del universo tras de la cual no hay más estrellas. Sin embargo, se trata de un horizonte ilusorio que describe el límite entre el universo observable y el resto del universo, que sigue y sigue más allá de esa frontera pero que no podemos ver porque su luz no he llegado a nosotros. Me quedé prendada de ese límite, de esa frontera que es, quizá como todas las fronteras, ilusoria; que resulta de un error de perspectiva más que de una verdadera característica del universo. Cuando escribí Principia (2018)​​ quise escribir un poema sobre ese límite trasladándolo a uno de los paisajes más íntimos de nuestra experiencia: la memoria.

Si la memoria fuera estática, homogénea y eterna, tal como ese universo que postulaba la paradoja de Olbers, entonces los recuerdos recubrirían cada centímetro de nuestro paisaje psíquico. Recordaríamos todo, cada baño de tina, cada hormiga en la casa de la abuela, cada lluvia de cada tarde de cada verano. Al igual que ese cielo nocturno saturado de estrellas, nuestra conciencia estaría colmada de recuerdos tan brillantes que nos deslumbrarían. Seríamos como Funes el memorioso, ese “Zaratustra cimarrón y vernáculo” que recuerda cada grieta de cada pared de su casa y de las casas vecinas y para quien, según Borges, “el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico”. Este tipo de memoria estática, homogénea y eterna sería para nosotros, como lo era a veces para Funes, un suplicio en lugar de una dádiva pues implica una trampa peligrosa: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles.”

Al igual que el vacío absoluto, la plenitud total es ilegible. Un cielo lleno de estrellas sería tan indescifrable, tan falto de sentido, como uno absolutamente oscuro. Hace poco un amigo me habló de los orígenes etimológicos de “considerar”: proveniente del término latino “sidus” para referirse a las estrellas y a las constelaciones, alude a la interpretación de los astros como una forma de vaticinar el futuro. Me parece notable que el cielo nocturno solo es legible si participa tanto del vacío como de la luz; resulta necesario que exista el espacio a fin de que las estrellas se conviertan en signos, que exista la distancia para que el tacto sea posible. Pareciera que la sistematización del significado estuviera anclada en un sistema binario basado en dos opuestos: presencia y ausencia.

Al escribir “Sobre la luz…” intenté extrapolar a nuestro panorama psíquico el concepto del horizonte cosmológico intuido por Poe. Pensé en todas aquellas personas que fueron importantes en nuestra vida y que han sido desplazadas de su papel de personajes principales al de secundarios o al de extras. Esto, en el mejor de los casos. A la mayor parte de ellas las hemos perdido de vista por completo, con la excepción del pobre simulacro de las redes sociales. Sin embargo, así como la luz de esas estrellas que aún no llega a nosotros, eso no significa que aquellas personas no existan, solo que no las podemos ver. Y eso me sugirió una paradoja íntima: si bien esas personas ahora distantes siguieron con su vida, acumulando nuevos recuerdos, conociendo nuevas personas, experimentando pérdidas y romances de intensidades inimaginables, lo cierto es que para mí se quedaron congeladas en quienes fueron cuando estuvieron conmigo. Y, de algún modo, es como si esa versión obsoleta de ellos fuera más certera y fiel a la realidad que quienes son ahora: meros farsantes y hologramas averiados. Supongo que quise, en mi poema, resistirme al sistema binario de significación, buscar otras formas de existir que no estén cifradas en un sistema de presencia o ausencia sino que participen un poco de ambas. No creo en los fantasmas pero sí en los exnovios, esos tórpidos poltergeists.

1 “Si la sucesión de estrellas fuera infinita, el fondo del cielo nos presentaría una luminosidad uniforme, como la desplegada por la Galaxia, pues no podría haber en todo ese fondo ningún punto en el cual no existiera una estrella. En tal estado de cosas, la única manera de comprender los vacíos que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones sería suponiendo tan inmensa la distancia entre el fondo invisible y nosotros, que ningún rayo de éste hubiera podido alcanzarnos todavía.” [Traducción de Julio Cortázar].


 

 

(Fuente: Periódico de Poesía. UNAM.mx)

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