Por el Hombre
Voy a
cantar al hombre,
al
hombre sólo.
Tapaos
los oídos con cera los cobardes,
volved
la espalda los indiferentes:
no
callaré por eso.
No
podría callar aunque me echaseis
un
puñado de rosas a los ojos.
Imposible
es hallar cumbre o crepúsculo
que
arrasar no quisiera
por
levantar del polvo a un desvalido.
Apagaría
todos los luceros
por
devolver a un ciego la mirada,
a un
triste la esperanza,
o
simplemente
por
llevar un minuto de alegría
al
ser más humillado de la tierra.
Sólo
el hombre me importa,
sólo
el hombre:
su
vacío infinito,
su
valentía y su temor trenzados,
su
alma interrogante
azotada
de siempre por la duda,
atada
a una cadena de preguntas
sin
posible respuesta;
su
postura intermedia
entre
la Nada y Dios
y su
impotencia
para
negar el pecho a la tristeza.
Tan
sólo por el hombre,
por
nosotros, hermanos, los pensantes,
los
desvelados y los oprimidos,
seguiré
golpeando y golpeando
en
la hermética puerta clausurada;
seguiré
suplicando
desde
todas las voces ignoradas,
desde
todos los nombres conocidos,
por
los que han de venir y los que fueron,
por
los niños enfermos,
por
los soldados muertos,
por
los muertos en el comienzo mismo de la vida,
por
los triunfantes y los ajusticiados
de
todas las prisiones de la tierra,
por
el hombre de siempre
con
su destino oscuro
abierto
a los confines
lo
mismo que una cruz irrevocable,
por
su infancia marchita,
ensuciada
por todos
sin
compasión alguna a su pureza;
por
su alocada juventud vencida
a
golpes de renuncia y de fracaso,
por
su vejez de plomo
vertiendo
como alero
su
mínimo caudal en el vacío…
Por
esta sucesión interminable
de
pasos vacilantes monte arriba,
por
esta des de altura
de
la que siempre fuimos rechazados,
por
esta sumisión agradecida
hasta
el límite mismo de la muerte,
yo
vuelvo a alzar mi ruego
y
vuelvo a alzar mi canto
en
millones de voces repetido.
Y
hablo otra vez del hombre,
de
nosotros, hermanos,
en
un plural abierto
sin
frontera de tiempo ni de raza.
Y
ahora que el ademán es aún pujante
sobre
esta tierra dura que me aguarda
y
bajo estas estrellas que me ignoran,
me
descubro la herida,
la
herida mía y nuestra,
tan
vieja y tan dolida como el mundo,
a
ver si la ve Dios, a ver si existe
una
gota de gracia que la cure.
Acacia
Uceta
Frente
a un muro de cal abrasadora,
El toro de barro, 1967.
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