EL ALUMNO DE CRATES (FRAGMENTO)
Mi maestro, Crates, vivía desnudo, en silencio, en el
arrabal.
No se creía en la obligación de moralizar ni de teorizar.
Hurgaba, sin ansiedad, los basurales. Hacía el amor
con mi hermana, hija de patricios, montándola por atrás,
como los perros,
y en la plaza pública, y durante un tiempo
los tres lamíamos las llagas de los leprosos
y de los pobres la simple inmundicia. Borramos, de lo que
habíamos recibido,
lentamente, todo, o casi todo: nos quedó el cuerpo, la
enfermedad,
que era, por sí mismo, toda nuestra doctrina,
el cuerpo desnudo, donde cada uno podía encontrar,
contemplándoselo,
a los otros, con tanta evidencia que por fin hasta él mismo
se borraba.
Pasábamos días enteros
inmóviles, a la intemperie, sin meditar,
confundiéndonos con la tierra, con las rocas,
sentados sobre nuestros excrementos, y después
recomenzábamos
a vagabundear, en silencio, por los suburbios, desvaídos,
juntando las sobras que el gran manicomio de la ciudad
expelía,
rascándonos la sarna contra las paredes. Y lo llamo
mi maestro porque, sencillamente, no me rechazó,
aunque no pueda decir tampoco que me haya aceptado. Y
porque una vez,
hallándome enfermo, contrajo, voluntariamente, mi
ridícula enfermedad,
para mostrarme que no había en eso ninguna ignominia.
No me dejó ninguna máxima, ningún escrito, ninguna lección.
Nada, como no sea, en mi memoria,
la presencia continua, imborrable, de su cuerpo
—o del mío, ya no lo sé.
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