Frutas
Amanece. Pelo una de las naranjas que junté al anochecer. Tiene poca
cáscara y es muy jugosa. Riquísima, como fruta del despertar. Un
momento feliz, diría, aunque algo incomoda, un zumbido extraño que
hiere los oídos, que hiere, lastima, lacera. La radio, imperceptible
hace unos instantes, ahora, la siento, encendida de odio, estupideces
y mentiras, repitiendo tapas de diarios de infiernos que no vendrán.
Carezco de estómago para tanto. Pero nunca hay que olvidarse del
enemigo, el verdadero, pienso. ¿Es así? No lo sé. El que sabe es
mi estómago. Exprimo un limón. Desenchufo la radio. Pelo la segunda
naranja, dispuesto a disfrutar, lo mejor posible, del día.
La
comida frugal
Había trenes, no todos los días. Dos de ida y dos de vuelta. No sé
qué días. Los pobladores iban a proveerse de diarios y revistas.
Además traían en el furgón tomates, papas, batatas, zapallos,
formas de felicidad. Un día iba solo a caballo, en el picasso, y yo
era un aficionado a la uva. Me compré un cajón de cinco kilos. A un
peso veinte el cajón. Yo iba en el picasso, iba al tranco comiendo
la uva, hasta que me harté, y el resto del cajón llegó hasta la
casa. No sé cuántos kilos de uva comí. Había de dos clases:
doradas y negras. Ésta era negra. El picasso al tranco, el cajón en
el anca.
Lo
único
¿Dónde estoy? ¿Qué hago en este lugar? Un fuerte dolor de cabeza
confunde mi percepción de las cosas. ¿Cómo me llamo? ¿Tengo un
nombre? ¿Qué vida corresponde a este cuerpo maltrecho, viejo?
¿Cuántos años sucedieron? ¿Veinticinco, cincuenta, una eternidad?
¿Qué hago yo aquí, ahora? El cielo se ve tan claro y oscuro, lo
verde y lo seco abundan alrededor. Trato de tapar con mis manos la
cara desconocida. Y pienso, en este preciso instante, pienso. Es lo
único que puedo agradecer.
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