miércoles, 6 de marzo de 2019

Leopoldo Castilla (Salta, Argentina, 1947)


IV

Sabían que en el fuego hay alguien
un animal neutro
un punto ciego
Lo arrancaron y era innumerable
lo erigieron con lava
(esa piedra contiene firmamento.)
Está en la jungla
un dios
más triste que ningún hombre
hendido
por las levitaciones
de los grandes helechos,
fecundado por las hormigas, los escarabajos,
brillos, salivas, élitros
donde duran
enormes
las lentas lunas
y se propagan minuciosos incendios
para que él, como ellos, sienta
peregrinar el todo
en la emoción de los fragmentos.
Volverá a su tiniebla
con el pavor de haber sido
una sola forma.
Tampoco tiene más cuerpo el mundo
que el hueco
de su propio desentierro.


V

¿Quién puede decir que estuvo
en lo desencadenado
en estas tierras de mutación
donde los cadáveres brotan de sus flores?
Como el inmortal baniano
ese árbol pariéndose
a sí mismo,
deudo y difunto simultáneo
así el muerto
come y bebe
en la fiesta de sus funerales.
Aquí la unidad es el laberinto
y no hay un solo nacimiento
en tanta resurrección.
Número contra número
he visto, no más caer,
mi semen
devorado por las hormigas,
en el fondo del mar
a los corales
detenerse en el rayo
y en un río de la jungla
al agua suicidarse
vomitando fuego.
Todo extinguiéndose para salvarse
de esta plenitud, de esta alegría
que con delicadeza
ovula el exterminio,
mientras los árboles olfatean
la fiebre de la transmutación,
su largo día,
y suenan altísimos de modo
que no toque tierra la noche.
Esas fosforescencias somos nosotros
viviendo en la distancia que hay
entre el pez yendo a ser hombre
entre el hombre
yendo
a ser pájaro
todos con su verdadero cuerpo ausente
como la arteria suelta
de la libélula roja
o el Phra Ruang
el pez transparente de Sukhotai
ánima en el agua
donde pestañea su esqueleto.
Nadie puede decir que estuvo
sino suspenso
en el lenguaje de la selva
igual que un ciego
en una jaula de mariposas.
Ni siquiera este muerto podrá partir
aunque le ofrenden gotas de agua
para que vuelva
por las claridades
aunque suene el gamelán
para que escuche
la forma de la tierra
o le prendan fuego al toro
negro y dorado
que lo contiene.
Cada llamarada trazará un tigre
quemándolo,
una víbora que salta
como un nervio entre dos luces
por la hoja del banano
y se iguana en un río
se martiriza en una garza
hasta que la jungla
la disuelva en sonido.
La selva se encierra con huidas.
De la forma del muerto
sólo queda este humo que entra en los pulmones
como un cielo que se descerebra
Y un ausente
que ha florecido el fuego.


VIII

 

¿Dónde van estos árboles
persiguiendo su nacimiento,
dónde el mono que desciende del ídolo
mientras sube por la mutación?
¿Y antes de aparecer
sin sombra en el cerebro,
de dónde vino esta columna
para que recuerde el muerto?
¿De dónde esta lluvia
que vuela ingrávida
desimantando
vapores
semillas
y alaridos?
Un paisaje inestable
que intentan detener los monos
que cuelgan de las ramas
sus planetas de sangre
y de inteligencia,
el que espanta los pájaros
y dispara la trama
y ese que rompe el sonido que lo sostenía
y cae a tierra
como un número
perdido.
Todos libres en la combustión de la lluvia
que vacía la selva
y alivia la columna
pues no hay ni un muerto en este cementerio
ni un árbol, ni un animal, ni un hombre
que permanezca
si no es por la piedad de su espejismo.


IX

A José Donoso

Se enjaulan en la lluvia
y de alegría
desenjaulan la selva.
El pueblo Lahu puede cortar el bambú
y desunir el aire
para que se venga abajo
la velocidad del cielo.
Recién entonces la tierra gira
y hace pájaros
porque está creyendo
árboles hace
para desvivirse
de los secretos
le nacen peces
del pensamiento, rocas
y animales
del miedo.
Al alba, los lahus se hacen humo
(si la jungla siente que no hay nadie
se puede seguir yendo.)
Entra. Esta casa
deshechiza,
has bebido el aguardiente
de las mujeres lisus,
has comido
huesos de animales que no hay
en la mesa insepulta del pueblo Meo
entra y escucha cómo la muchacha
le canta, antes de dormir,
a su esposo
para que no se pierda
pues la misma lluvia
desarma esta selva y la selva del sueño
y mira cómo se desestrella el árbol
cómo al espacio se lo lleva el viento
cómo caen en la palma
los cometas
todo lo inestable
refractando
para que ninguna imagen
tenga muerte
mira
por primera vez la tierra
sin poder nacer
desnuda
deseándose
en su casa de relámpagos.


El hueco

 

Pol Pot, el Hueco, se alimentaba de vacíos.
Fotografiaba a los torturados
cuando se les volaba el alma
hasta que en sus ojos no quedaba nadie.
Sólo él, el Hueco y la muerte cóncava.
Con el relámpago fijo y huero de los malnacidos
asesinaba niños. A golpes, contra el tronco
de un árbol que ahora crece manco.
Como el sapo encierra con su espuma a una víbora,
lo rodeó la selva de Camboya,
hasta que nada hubo de él,
sólo
esta torre de cráneos, su nidal de buitre
en un campo de exterminio
sobre el que vuelan semillas vivas,
las luciérnagas,
los desenterrados ojos de los camboyanos.

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