Zanahoria rallada
El primer suicidio
es único.
Siempre te preguntan
si fue un accidente
o un firme propósito
de morir.
Te pasan un tubo por
la nariz,
con fuerza,
para que duela
y aprendas a no
perturbar al prójimo.
Cuando comienzas a
explicar que
la-muerte-en-realidad-te
parecía-la-única-salida
o que lo haces
para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,
ya te han dado la
espalda
y están mirando el
tubo transparente
por el que desfila
tu última cena.
Apuestan si son
fideos o arroz chino.
El médico de
guardia se muestra intransigente:
es zanahoria
rallada.
Asco, dice la
enfermera bembona.
Me despacharon
furiosos,
porque ninguno ganó
la apuesta.
El suero bajó
aprisa
y en diez minutos,
ya estaba de vuelta
a casa.
No hubo espacio
donde llorar,
ni tiempo para
sentir frío y temor.
La gente no se ocupa
de la muerte por exceso de amor.
Cosas de niños,
dicen,
como si los niños
se suicidaran a diario.
Busqué a Hammett en
la página precisa:
nunca diré una
palabra sobre tu vida
en ningún libro,
si puedo evitarlo.
(Valiente ciudadano,
1994)
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