El que encontró una herradura
Miramos al bosque y decimos:
He aquí un bosque de navío, de mástil;
Pinos rosados
Libres hasta la copa de carga velluda,
Deberían crujir en la tormenta
Como pinos negrales solitarios
En el aire sin bosques furibundo;
La plomada, ajustada a la cubierta danzante, aguantará el talón salado del viento.
Y el navegante,
En su ansia desenfrenada de espacio,
Arrastrando por los húmedos baches el frágil aparato del geómetra,
Comparará la abrupta superficie de los mares
Con la atracción del seno terrestre.
Y al respirar el olor
De lágrimas resinosas que trasuda el tablazón del barco,
Al admirar las tablas
Remachadas, ajustadas en tabiques
(No por el pacífico carpintero de Belén, sino por otro
—Padre de los viajes, amigo del marino—),
Decimos:
Ellas también estuvieron en la tierra
—Incómoda como el lomo de un burro—,
Olvidando las raíces con las copas,
En la famosa cadena de montañas;
Bajo la lluvia de agua dulce murmuraron,
Ofreciendo al cielo en vano canjear su noble carga
Por un puñado de sal.
¿Por dónde empezar?
Todo cruje y se tambalea.
Tiembla el aire por las comparaciones.
Ni una palabra es mejor que otra,
La tierra resuena como una metáfora,
Y unos carros ligeros de dos ruedas,
Con arneses llamativos de bandadas de pájaros,
Espesos por el esfuerzo, destrózanse emulando
A aquellos jadeantes favoritos de los viejos torneos.
Es tres veces bendito el que introduzca un nombre en la canción.
Una canción adornada con un nombre
Vive más tiempo entre las otras; se distingue de sus compañeras
Por la cinta en la frente que cura del olvido,
Del olor mareante y demasiado intenso
De la intimidad de un hombre,
De la piel de un animal robusto,
O simplemente del tomillo restregado entre las manos.
El aire puede ser oscuro como el agua, y en él todo lo vivo nada como los peces,
Usando las aletas para empujar la esfera
Flexible, densa, apenas caldeada,
Cristal de roca en que las ruedas giran y se echan a un lado los caballos,
Húmeda tierra negra de Neyera, labrada cada noche
Con horcas, tridentes, azadas, arados.
El aire es tan espeso como la propia tierra:
No habrá quien salga de él y resulta difícil penetrarlo.
Por los árboles corre un rumor igual que un verde juego de pelota;
Los niños juegan a las tabas con vértebras de animales muertos.
La frágil cronología de nuestra era se acerca ya a su fin.
Gracias por lo que hubo:
Yo mismo me he equivocado, me he confundido en la cuenta.
La era sonaba, como una bola de oro,
Hueca, fundida, no apoyada por nadie;
Contestaba a todo roce diciendo «sí» o «no».
Así contesta un niño: «Te daré la manzana» o «No te la daré».
Y es su cara una réplica exacta
De su voz, que pronuncia esas palabras.
Aún suena el sonido, aún desaparecida la causa del sonido.
Yace el caballo en la arena y resopla en la espuma,
Pero la curva brusca de su cuello
Conserva aún el recuerdo
De la carrera con las patas desparramadas
—Cuando no eran cuatro
Sino cuantas piedras hay en el camino,
Renovadas en cuatro turnos
Según el número de rebotes del caballo respirando fuego.
Así,
El que encuentra una herradura
Sopla para quitarle el polvo
Y la frota con un paño hasta que brilla,
La cuelga luego en la puerta
Para que descanse
Y ya nunca tendrá que producir chispas en el sílice.
Los labios humanos que ya no tienen nada que decir
Conservan la forma de la última palabra pronunciada,
Y en la mano queda sensación de peso
Aunque se ha vertido hasta la mitad
El agua del jarro, camino de casa.
Lo que estoy diciendo, no lo digo yo:
Ha salido de la tierra, cual trigo petrificado.
Unos acuñan
La imagen de un león
En las monedas. Otros, una cabeza.
Monedas diferentes, tortas de oro y de bronce,
Que yacen en la tierra con los mismos honores.
El siglo, tratando de partirlas,
Ha dejado la marca de sus dientes.
El tiempo me corta, como una moneda,
Y ya no me basto a mí mismo.
Moscú, 1923
He aquí un bosque de navío, de mástil;
Pinos rosados
Libres hasta la copa de carga velluda,
Deberían crujir en la tormenta
Como pinos negrales solitarios
En el aire sin bosques furibundo;
La plomada, ajustada a la cubierta danzante, aguantará el talón salado del viento.
Y el navegante,
En su ansia desenfrenada de espacio,
Arrastrando por los húmedos baches el frágil aparato del geómetra,
Comparará la abrupta superficie de los mares
Con la atracción del seno terrestre.
Y al respirar el olor
De lágrimas resinosas que trasuda el tablazón del barco,
Al admirar las tablas
Remachadas, ajustadas en tabiques
(No por el pacífico carpintero de Belén, sino por otro
—Padre de los viajes, amigo del marino—),
Decimos:
Ellas también estuvieron en la tierra
—Incómoda como el lomo de un burro—,
Olvidando las raíces con las copas,
En la famosa cadena de montañas;
Bajo la lluvia de agua dulce murmuraron,
Ofreciendo al cielo en vano canjear su noble carga
Por un puñado de sal.
¿Por dónde empezar?
Todo cruje y se tambalea.
Tiembla el aire por las comparaciones.
Ni una palabra es mejor que otra,
La tierra resuena como una metáfora,
Y unos carros ligeros de dos ruedas,
Con arneses llamativos de bandadas de pájaros,
Espesos por el esfuerzo, destrózanse emulando
A aquellos jadeantes favoritos de los viejos torneos.
Es tres veces bendito el que introduzca un nombre en la canción.
Una canción adornada con un nombre
Vive más tiempo entre las otras; se distingue de sus compañeras
Por la cinta en la frente que cura del olvido,
Del olor mareante y demasiado intenso
De la intimidad de un hombre,
De la piel de un animal robusto,
O simplemente del tomillo restregado entre las manos.
El aire puede ser oscuro como el agua, y en él todo lo vivo nada como los peces,
Usando las aletas para empujar la esfera
Flexible, densa, apenas caldeada,
Cristal de roca en que las ruedas giran y se echan a un lado los caballos,
Húmeda tierra negra de Neyera, labrada cada noche
Con horcas, tridentes, azadas, arados.
El aire es tan espeso como la propia tierra:
No habrá quien salga de él y resulta difícil penetrarlo.
Por los árboles corre un rumor igual que un verde juego de pelota;
Los niños juegan a las tabas con vértebras de animales muertos.
La frágil cronología de nuestra era se acerca ya a su fin.
Gracias por lo que hubo:
Yo mismo me he equivocado, me he confundido en la cuenta.
La era sonaba, como una bola de oro,
Hueca, fundida, no apoyada por nadie;
Contestaba a todo roce diciendo «sí» o «no».
Así contesta un niño: «Te daré la manzana» o «No te la daré».
Y es su cara una réplica exacta
De su voz, que pronuncia esas palabras.
Aún suena el sonido, aún desaparecida la causa del sonido.
Yace el caballo en la arena y resopla en la espuma,
Pero la curva brusca de su cuello
Conserva aún el recuerdo
De la carrera con las patas desparramadas
—Cuando no eran cuatro
Sino cuantas piedras hay en el camino,
Renovadas en cuatro turnos
Según el número de rebotes del caballo respirando fuego.
Así,
El que encuentra una herradura
Sopla para quitarle el polvo
Y la frota con un paño hasta que brilla,
La cuelga luego en la puerta
Para que descanse
Y ya nunca tendrá que producir chispas en el sílice.
Los labios humanos que ya no tienen nada que decir
Conservan la forma de la última palabra pronunciada,
Y en la mano queda sensación de peso
Aunque se ha vertido hasta la mitad
El agua del jarro, camino de casa.
Lo que estoy diciendo, no lo digo yo:
Ha salido de la tierra, cual trigo petrificado.
Unos acuñan
La imagen de un león
En las monedas. Otros, una cabeza.
Monedas diferentes, tortas de oro y de bronce,
Que yacen en la tierra con los mismos honores.
El siglo, tratando de partirlas,
Ha dejado la marca de sus dientes.
El tiempo me corta, como una moneda,
Y ya no me basto a mí mismo.
Moscú, 1923
incluido en Poesía acmeísta rusa (Visor Libros, Madrid, 2013, ed. de Diana Myers, trad, de Amaya Lacasa y Rafael Ruiz de la Cuesta).
(Fuente: Asamblea de palabras)
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