Corte XXIV
Pisa el toro la tierra y la ceniza,
pisa sobre una materia occisa, semoviente,
la osamenta pisada oscuramente y suscitada
al paso de la pezuña estuporosa,
calavera nula y hecha triza, calavera,
sémola de molienda y sementera,
harina humana del nadie, nada, nunca.
Pisa sobre polvo sin nombre, sobre
lisa taba anónima animada.
Al paso furioso del porte se levanta pampeana
polvareda, los despojos, los corpúsculos, los ápices
de nuestras extremas llanuras, entonados
al calor de una respiración alucinada
de un animal atroz de primavera,
nuestras florales moléculas de amores fósiles,
nuestras prímulas, escrupulosamente
pisoteadas por años de cuadrupedia
negra, años de dolor calavernario,
polvo de ombú, polvo primario,
tierra y ceniza en bolsa de arpillera.
Y esto que se escribe en Tauro,
esto que soporta la escritura,
un argentinosauirio,
un toro, una letra, una pavura.
Corte XXVII
Un hombre incendió el porche de su casa;
su perro, un siberiano, alcanzó a salvarse
dando un salto sobre la corona de ligustros encendidos.
Decía que era un alfil de Tlön y que sólo ardiendo
en llamas podría la humanidad purificarse.
Sus propios hijos, uno arquitecto y el otro soldador de precisión
en la represa de Yaciretá, lo arrastraron hasta la ambulancia.
Ahora, la guirnalda color miel, que circunvala la gloriosa
diadema central del universo, de donde se difunden
las órbitas destinales de los seres del mandala, se inflama.
Una tupida pedrería de alabastros fosfénicos se abate
contra la corteza de la tierra, siguiendo la dilatación
entrópica de Escher, creando gigantes cafetos y bambúes
naranjas y turquesas, coronados de fractales de materia marina
adornados de orquídeas policromas, secundadas de ondinas,
anémonas y manatíes con glifos de polifan nacarados.
Bajo el principio tautológico de que los espejos y la cópula
son abominables, un hombre prendió fuego a su jardín.
Decía que la suerte de la literatura argentina radicaba
en la veloz consumación de su extinción.
Lo había escuchado en una balada de los Dead, Sugar Magnolia,
había el visto el fin del mundo literario en los ojos de su perro,
un siberiano llamado Mastronardi.
Ahora, esta escritura escudriña en el vientre de un caleidoscopio
‹cada arabesco del caleidoscopio›,
la multiplicación simétrica de lo mismo,
la duplicación de la misma escritura,
la escritura dúplice multiplicada.
El poema devorado por la voracidad del prisma.
de Cortes de un montaje
(Fuente: Vallejo & Co)
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