La muerte una vez más
No nos pongamos románticos ni tremendistas
con la muerte. Es sin duda nuestro acto más singular
junto con el nacimiento. Tendríamos que darle
la misma importancia que a preparar el desayuno,
es igual de común y de corriente. Romper dos huevos
en un bol, o un bol en dos huevos. Meterse en el cajón
después de que se escurran los fluídos, o mejor aún,
tirarse en tobogán al fuego. Por supuesto, no es fácil
aceptar el último beso, el último trago, la última
cena, con la que los condenados a muertes
suelen ponerse quisquillosos, como si Dios te fuera
a mandar una hamburguesa con queso. Puede
pasar alguna que otra amante por el ojo de la mente,
pero más que nada es un largo plácido amanecer
en medio de la niebla, el graznido de un ave
solitaria, ponerse a contemplar el agua mansa,
opaca. Niños de nuevo, vamos a saber todo
lo que teníamos que saber, que el agua es fría
y profunda, y que el sol no llega a todas partes.
Traucción: Ezequiel Zaidenwerg
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