LA URDIMBRE DE UN REINO EXTRAÑO
El que espera un conejo de la chistera del mago
y se ve salir a sí mismo con una lágrima madura en el ojo izquierdo.
El que va a una tienda de disfraces
y se pide un disfraz de hombre.
El que entra en la iglesia de Santa Bárbara de Heredia
y ve al cura apuntando los nombres
de todos los que ese día han ido a misa.
El que busca una metáfora
y encuentra el cadáver de un pavo real.
El que entra descalzo en una zapatería.
La que tiene tres mil pares de zapatos,
pero solo dos pies.
El que se calza dos botellas de plástico para cruzar el desierto
porque no tiene otra cosa que ponerse en sus ganas de llegar a Europa.
El que ve pasar el último carro del pueblo con un perro atado.
El pigmeo que atiende un puesto en la selva del Congo
donde cambia dólares por yenes.
El que sale del museo de arte contemporáneo
diciendo que lo que más le ha gustado son los inodoros.
El asesino de gafas oscuras, a quien el tiempo ha convertido
en un viejo que da de comer a las palomas.
El político que promete regalar exclusión, incultura y heroína
y consigue que todos le voten.
El converso que engrosa las filas de la Inquisición
para perseguir a sus antiguos correligionarios.
El que se sabe cómplice en esta farsa,
pero no dice ni hace nada,
porque le ha tocado un buen papel en el reparto.
El que va de compras solo por comprar,
aunque no sabe ni lo que está comprando.
La que tiene un contrato por horas, un alquiler temporal,
un proyecto de vida indefinido y un amor en prácticas.
La que para dejar de ser pobre coge tres trabajos,
y no se explica cómo sigue sin llegar a fin de mes.
El que se enamora de una bróker pero decide esperar
a que su cotización vaya a la baja.
El que mira a través de un telescopio el tiempo suficiente
como para terminar viendo su propio cogote.
El que sale de la oficina del INEM
esperando que le llamen pronto, no para trabajar,
sino para dirigir el mundo.
El que al ser rescatado de la patera hundida
baja los ojos y pide perdón por existir.
El que se pasea por el pueblo luciendo
un coche más caro que su propia vida.
El que baila alrededor de una flor inexplicable
en la Piazza de la Libertá en Lampedusa.
La que, en vez de cantar mineras
en la fiesta del señorito,
se baja al pozo de Santa Cruz del Sil
a cantarle a los mineros en huelga.
Los cuatro millones de andaluces
que viven al borde de la pobreza,
reducidos por obra de la política
a flamencos, toreros, cofrades y rocieros.
El que condena la violencia que queda fuera
de su gestión de la violencia.
El que tiene cinco cadenas de televisión rendidas a sus pies
cada vez que dice que para crear trabajo hay que destruir empleo.
El que se maravilla de la cristalina transparencia de los explotados.
El que coloca una pegatina de NUNCA MAIS
en la tapa del depósito de gasolina de su BMW.
El que es incapaz de ver en él lo que denuncia en ellos.
El que concluye que hay que defender la revolución
de los que la hicieron.
El burgués que azuza a los independentistas
porque sabe que ya no existen obreros
que puedan acabar con ellos.
El que habla de concordia para decir amnesia selectiva.
El que se compadece
de los esclavos que construyeron las pirámides en veinte años
pero no de que él termine de pagar su casa en treinta y cinco.
El que afirma que su identidad está en una lengua
que no hablan sus padres,
que él ha aprendido en la escuela,
y que fue inventada hace menos de cien años.
El que le replica que la suya está en la bandera
que acaba de comprar en el chino.
El experto en pisotones que está harto de que lo pisen.
El que dice esto es la selva, antes de poner un poco más de selva
a la selva.
El sordo que se da cuenta de lo claro que habla el capitalismo
cuando le piden mil euros por un sonotone.
El que baila contra el son que le tocan.
Los novios que quedan para acariciar sus móviles
en un banco de la plaza.
El que no sabe si ella es su prisión o su prisionera.
El que le dice a la amada que no quiere perderla
como si alguna vez hubiera sido suya.
El que se venga de su situación
haciendo de casamentero entre sus amigos.
El que sale de casa esperando regresar a casa.
El que cierra los ojos para ver solo lo que quiere ver.
El que se cree algo
y se aísla para ser más algo,
sin ver que lo que está es muy solo.
El que se pregunta quién es
y solo le salen nombres de mujeres.
El que cada vez que piensa en el amor
ve a una niña en bicicleta
con una tostada de mantequilla
atada al cuello.
La que entra en el salón
para anunciar que la cena está servida.
El que se levanta a mediodía
y se encuentra la casa fregada y ordenada.
El que se casa sin saber freír un huevo.
La que hace su cama por un solo lado
y alisa los pliegues con un temblor en su sexo.
La que siempre soñó los sueños de quien durmió a su lado
y ahora se desmorona sobre una cama vacía.
La que se baña en la aguas del olvido
y ni así borra su dolor.
La que cada vez que se estira las medias
cree que engaña al tiempo.
La que sale a la noche húmeda de los bares sucios
y regresa con otro sueño roto.
La que pone dos cubiertos en la mesa para cenar,
aunque hace años que solo se ensucia un plato.
La que incluso dormida es rondada por la belleza
para decirle: nada serás sino humo de gasolina.
La que arroja al pozo de los deseos un puñado de nieve.
La que lee un poema sin saber que el poeta que escribió el poema
está a su lado sonriéndole.
La que le susurra al oído del poeta
que retama se escribe con h.
El que nunca la mirará de frente porque lo vería arder.
El que ama en lo oscuro
para arrancar a lo pasado un poco de futuro.
El que cree que avanza y continúa andando en círculos.
El que se muere y al final del túnel encuentra
no la visión beatífica que esperaba,
sino el paisaje del río Trubia en un tramo de la senda del oso.
El que busca a Caronte para darle la moneda
y descubre que el barquero es el cobrador del autobús
que lo llevaba, de niño, a la escuela.
El que arrastra el tiempo en un rayo de luz de su ventana
hasta ver unos carros lidios que marchan al combate.
El que sabe tanto, que no quiere decir nada,
por si lo que sabe no fuera más que otra de las argucias del error.
El millonario que se cruza en una calle de Bombay con un sadhu
sin entender que existen mil maneras de ser humano
y encarnar una verdad tan fuerte como la suya.
El que sobre la blanca losa del dolmen de Monte Areo pregunta
¿cuántos han resucitado?
La que cría y amamanta su bebé para la muerte.
La que hace horas extras para poder pagar la niñera de su hijo.
La que cada vez que vota recibe un empujoncito más hacia la miseria.
El que descubre que el infierno es el autobús de los vikingos,
donde te dan un casco con cuernos
y tienes que gritar en cada semáforo que se pone en verde,
para recorrer por toda la eternidad el centro de Dublín.
El que ve a su madre, jovencísima, limpiando pescado
en las escamas del pescado que él está limpiando.
El que recuerda la voz de sus abuelos
pero a duras penas es capaz de hacerlos hablar.
El que contempla las ruinas del templo de Zeus en Agrigento
e intenta reconstruir los cuerpos que amó
igualmente desmoronados por el tiempo.
El que guarda en el bolsillo de su chaqueta
un pañuelo doblado que se manchó de carmín
y rímel hace más de cuarenta años.
El que escribe “por aquí se va al cielo”
en la puerta de la casa de la mujer que ama.
El que, incapaz de deshacerse de un recuerdo,
se pasa una goma de borrar por las sienes.
El que sigue esperando al tullido pájaro del amor.
El que llena su copa de pérdidas
y bebe en silencio el oscuro vino de la decepción.
El que sabe que el tiempo no fue suyo,
sino que él fue del tiempo.
La que pasa sus dedos por los labios
con la alegría de haber besado mucho.
La que descubre que quitándose lo que creía alas
puede por fin volar.
La que descubrió que renunciar a sí misma
es la única forma de abrazar a los demás.
La que muestra en su cara la sucesión maravillosa
de las mujeres que la habitan, cuando transfigurada
recorre el vasto instante dilatado del éxtasis.
La que guarda silencio para conservar sus palabras.
La que dibuja en la verde corriente del Mondego
el perfil de su secreto con un rayo de sol volcado.
La que busca la cantina El Bosque
usando una botella vacía de mescal a modo de catalejo
desde un balcón del hotel Monte Albán de Oaxaca.
Los dos que al terminar de hacer el amor vuelven a hacerlo,
para asegurarse de que el amor queda bien hecho.
El que aun desnudo
sigue luciendo feliz una espiga de campo en su pecho.
El que comprueba que con seis centavos de hachís
es posible procurarse un billete para recorrer toda la tierra.
El que halla dentro de una bolita de opio
una ruta para dar la vuelta al mundo.
La que es aire, pero sabe que el aire
también construye la casa.
La que, en vez de deshojar la margarita,
la riega y ve crecer en ella su amor.
El que moja sus dedos en el agua
cuando no puede manejar su dolor
y dibuja su dolor hasta que su dolor se evapora.
Los que se encuentran después de mil años
sobre la línea borrosa del amanecer.
El que se queda mirando las cosas rotas,
sin saber qué hacer con las cosas rotas.
El que muerto de frío se pregunta
por qué se apagan tan pronto las brasas del amor.
El que sueña en el frío dominio de la noche
con la orilla azul del duelo.
El que se ahoga e intenta transformar en salvavidas
todo lo que toca.
El que vuelve al monasterio de Batalha
después de cuarenta años
para preguntarse por todas sus derrotas.
El que conduce hasta Praia de Adraga entre la niebla
y se cruza con Fernando Pessoa al volante de un Chevrolet
por la carretera de Sintra.
El que pedalea dentro de la noche estrellada
pintada al natural una noche de primavera
sobre el puente de Triana.
El que lee La casa junto al río
en la casa junto al río
sin saber que son la misma casa
porque aún el círculo está muy lejos de cerrarse.
El que busca un bar donde pongan raciones de belleza.
El que descubre la alta poesía del mundo
en la puerta del retrete de una discoteca.
El que dice gorrión y se llena de ramas,
y se cubre de niebla y luna.
El que lee libros que aún no se han escrito
en un idioma sin traducción posible.
El que corta una tarta
y se encuentra con dos tartas idénticas
a la que ha cortado.
El que al terminar de subir la escalera
descubre que no estaba apoyada en ninguna pared.
El que escribe un poema para que suceda
lo que espera que suceda.
El que sabe que allí donde acaba el mundo
comienza el mundo.
El que quema budas de madera
en la estufa del monasterio
para que así no tiemble de frío
el buda que habitaba en su corazón.
El que canta que todos los seres son completos,
perfectos, libres e indestructibles.
El que se pasa el tiempo haciendo pompas de jabón,
intentando convertirse en una de ellas.
El chimpancé que es Dios interpretando perfectamente
el papel de un chimpancé.
El lobo del que desconfía la manada,
porque no sabe morder más que su propio dolor.
El pájaro que en su trino abre las puertas del mundo.
La vaca de Chagall que hablaba hebreo.
Las alas de los ángeles de Cimabue
con el misterio de la Santísima Trinidad resuelto.
Los hongos psilocybe del maestro de Hohenfurth
en la tabla de Jesús en el jardín de Getsemaní.
La piedra y la burbuja como metáfora del mundo
que pintó Konrad Witz en La pesca milagrosa.
La música de la escalera de caracol del estudio de Carlos Relvas.
La pared que cuelga de un clavo.
Los campos de cereales azules de Monet.
El cielo verde manzana de Van Gogh.
La luna ahogándose entre temblores en los remolinos del Arno.
La ola que escribe en las rocas de la costa su forma de romper.
El que, al querer meter el brazo y la cabeza,
se queda atrapado en la fina
y misteriosa urdimbre del jersey,
porque todo está entrelazado con todo
desde siempre y para siempre.
La crisálida de la voz que me dice que ya puedo ir,
que nada ha de quedarse fuera.
El que se olvida del yo a base de desnombrarse,
y despierto a la convicción de la unidad de todo lo vivo, pregunta:
¿Hay algo más aún?
Antonio Orihuela. Diles que dije no. Ed. La Isla de Siltolá, 2022
(Fuente: Voces del extremo)
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