martes, 25 de agosto de 2020

Martin Espada (EEUU, 1957)



La república de la poesía

Para Chile

En la república de la poesía
un tren lleno de poetas
rueda hacia el sur bajo la lluvia
mientras los ciruelos se mecen
y los caballos patean el aire
y las bandas de los pueblos
desfilan por el pasillo
con trompetas, con tongos,
seguidos por el presidente
de la república
dándole la mano a cada uno.

En la república de la poesía
los monjes imprimen versos sobre la noche
en las cajas de chocolate del monasterio,
las cocinas de los restaurantes
usan odas de receta
(de la anguila a la alcachofa)
y los poetas comen gratis.

En la república de la poesía
los poetas les leen a los babuinos
en el zoológico y todos: los primates,
poetas y babuinos, aúllan de placer.

En la república de la poesía
los poetas arriendan un helicóptero
para bombardear el palacio de la Moneda
con poemas impresos en marcadores de libros
y cada uno en el patio,
ciego de llanto,
se apura a agarrar un poema
revoloteando del cielo.

En la república de la poesía
la mujer guardia del aeropuerto
sólo te permite dejar el país
después que le declamas un poema
del que dice: Ah! Hermoso.






La piscina de Villa Grimaldi
 
Santiago, Chile


Más allá del portón donde las caravanas derramaban su cargamento
de prisioneros vendados y las celdas demasiado estrechas para recostarse
y los cuartos donde la electricidad convulsionaba el cuerpo
amarrado a la parrilla hasta que los huesos se rompían
y el estacionamiento donde los interrogadores rodaban camionetas
sobre las piernas de los subversivos que no hablaban
y la torre donde los condenados escuchaban por el muro
la canción de otro preso la mañana de la ejecución,
hay una piscina en Villa Grimaldi.

Aquí los guardias y oficiales reunían familias
para los asados. El interrogador entrenaba a su hijo:
patalea. Gira la cabeza para respirar.
Las manos del torturador sujetaban el vientre de la hija
aprendiendo a flotar, debatiéndose en la lección.

Aquí el chapuzón de los niños, ojos rojos
con demasiado cloro, subía para alcanzar
a los presos en la torre. La policía secreta
hacía desfilar a las mujeres de las celdas desde la piscina,
diciéndoles: Bailen para mí. Aquí el anfitrión
servía galletas de chocolate y Coca-Cola
al prisionero que permitía que los nombres de sus compañeros
sangraran por su mentón, y los pulmones del prisionero
que se rehusaba a decir una palabra se inflaban
de agua, cabeza abajo al final de la soga.

Cuando un disidente tirado del pelo de una cubeta
con orina y excrementos clamaba por Dios y su clamor
acribillaba las hojas, los nadadores se sumergían bajo la superficie,
tocando el fondo de un silencioso mundo azul.
Desde la escalera a la orilla de la piscina podían mirar
a los prisioneros marchando vendados por el paisaje,
una mano en el hombro del próximo, camino
a la comida de mediodía y de regreso. Los vecinos
colgaban sábanas en las ventanas para mantener los fantasmas a raya.

Hay una piscina en pleno centro de Villa Grimaldi,
escalones blancos, azulejos blancos, donde seres humanos
se zambullían y chapoteaban hasta que en ellos lo humano
para siempre se había disuelto, desvanecido como los prisioneros
arrojados de helicópteros al océano por la policía secreta,
los vientres rebanados para que los cuerpos no pudieran flotar.






Algo se escapa de la fogata

Para Víctor y Joan Jara
 

I. Porque nunca moriremos: Junio de 1969

Víctor cantó su plegaria del labrador:
Levántate, y mírate las manos.
Las manos del padre de Víctor enguantadas en piel dura
petrificadas como puños empujando el arado.
El Estadio Chile lo celebró, delirante como un hombre
que sabe que ha arado su último terreno
para otro y que oye una canción contándole
lo que sabe con los hombros.

Joan, la bailarina, que giraba frente a las multitudes
en las mismas poblaciones donde Víctor cantó,
se inclinó hacia adelante en su asiento para escucharlo:
Primer premio en el Festival de la Nueva Canción para Víctor Jara.
Estas son las noches en que no dormimos
porque nunca moriremos.
Cómo fue entonces que él pudo atisbar hacia lo oscuro,
más allá de la fila trasera, levantar su guitarra
y cantar: Juntos iremos, unidos en la sangre,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.








(Fuente: Al pial de la palabra)

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