Tren Europa (Fragmentos)
| Inéditos
1.
Nací en el último vagón de un tren llamado “Europa”. No ocurrió así exactamente. Pero me habría gustado comenzar este libro con una frase de ese calibre, cuyo estrépito resulte similar al sonido de una dambura rompiendo el silencio estepario de la noche balcánica. No la pude escribir. Aunque la historia no tenga principio ni fin, jamás pude oír el eco de una dambura. Tampoco conozco bien la estepa balcánica. De existir, el tren debió llamarse “Europa”. Partió desde el Mediterráneo un oscuro otoño de 1948, iniciando un largo periplo con el único propósito de que el Bora consiga olvidarlo. Los pasajeros no compartían nada entre sí, salvo el hecho de que todas las ideas que pudieron rescatar de sus países volaron en pedazos y que, tiempo después, de un modo completamente involuntario, serían también mis abuelos: il Nonni, Deda y Baka, cada uno comparecía ante mí como un paisaje sin precedente en la historia del mundo. Ellos hablaban distintos idiomas. Se expresaban en un tono menor sin entrar nunca en contacto, ni siquiera para pensar en la remota posibilidad de un malentendido. La historia solo pudo escribirse a través de esos éxodos. Me habría gustado decir esto en lengua ligure. Resulta muy semejante al élfico: chi veû vive da bon crestiàn, da-i begghìn o stagghe lontàn. Eso ahora importa muy poco, como entonces los europeos para América. Mis abuelos formaban parte de ese gueto. Aparte estaban los judíos, despojados de su acento como un recurso de legítima defensa. Mamá prefirió abdicar de tal presente. Ella pareció huir a través de una foto aparecida en La Stampa, un día de mayo en los años 40, y no encontró más recompensa que las ruinas de todos esos años perdidos.
3.
La Remington fue mi primer juguete. Fabricaba presentes.
Mamá se perdió en el bosque de Loano. Había estallado la guerra.
Jamás regresó. No como era. La Remington se ensambló por esa misma época. Gracias a ella su padre pudo escribir La Cetra. Si yo elegí precisamente esa Remington fue por el estruendoso ruido que producía, como si dentro de su mecanismo hubiera otros cientos de máquinas cuyo ímpetu parecía capaz de virar el rumbo de cualquier destino.
Mientras, el azar arrojaba una y otra vez los dados contra el corazón del río, y si en algún momento se detenía, era para cerciorarse que la suerte se mantuviera ahí siempre con el mismo volumen. En el presente también sucedía así. Todo era sublime y, al mismo tiempo, tan insulso como ese ruido de fondo cuyo eco no hizo más que interferir.
Yo también pude perderme en ese bosque.
No, nunca me interesó la poesía, “ese montón de cosas muertas que se niegan a morir”, escribí en Manicomio.
Hoy, un nuevo estudio advierte que fabricaron un robot capaz de oír a través de una langosta muerta.
Mi mundo era otro.
5.
En el “Europa” las reglas de juego siempre estuvieron muy claras. Aunque yo sabía bien que no debíamos salir, Papá prefirió clausurar todas las ventanas del tren. Aquellas que daban al norte estaban completamente recubiertas con una serie de imágenes de La Ribera de Poniente, muy cerca del bosque de Loano; en el extremo opuesto con cientos y cientos de instantáneas que evocaban al unísono la lírica medieval de las murallas alrededor de los lagos de Plitvice. Las fotos eran tan hermosas que ni Sorella ni yo jamás nos preguntamos qué habría detrás de ellas. Lo que alguna vez pudimos entrever, en medio de toda la niebla, fue ese desierto donde el grito de Dios fue siempre una ausencia. Desde allí, el mar era una promesa.
Mi Padre en todo momento parecía encontrarse en medio de una serie agitada de eventos. Jamás pensó en el verdadero significado de lo que estaba ocurriendo: el tren pareció dividirse en dos. Los Nonnos decidieron impossessarsi del ala norte del tren; Deda y Baka creyeron haber conquistado el ala sur. Cuando Mamá se percataba de ello solo podía experimentar una grave sensación de temor, el mismo que daba a su semblante una expresión aún más sombría. Así, Papá, ausente, como ningún otro, no hacía más que advertirnos: “no abran la puerta, dejarán entrar al futuro”. Sentíamos miedo. Nunca tuvimos una mascota. Solo la oscuridad suficiente para dedicarnos al cultivo de fantasmas entre un montón de valijas llegadas de pueblos remotos. La infancia era todo lo que conocíamos.
6.
—Cuando te pregunten de dónde eres, tú háblales del viento. El verdadero camino, si existe, termina cuando ya es un recuerdo; los viejos lo llamamos destino —me advirtió—. El Nonno nos visitaba a menudo en la Sala de Máquinas. Alguna vez llegué a pensar que venía a relatarnos diversas ocurrencias que podrían reclamar su autenticidad en la atmósfera de un antiguo cuento de hadas que nadie consiguió comprender. Ignoraba que la vida misma era ese cuento de hadas. Ni Sorella ni yo no teníamos lugar ni en La Ribera ni en Plitvice; apenas encontramos uno entre las penumbras de esa vetusta sala. Era el precio que debíamos pagar por haber nacido “en el camino”.
Lo que pudo haber estado ahí dentro no me interesó. El tiempo, pensaba, no transcurre, se escribe, y aunque las palabras no inventen las cosas, es lo que permanece. Todas ellas, y me parece recordar que esto también lo dijo el Nonno, eran como un caldero cascado en el que tocábamos melodías para hacer bailar a los osos. Sorella creía más bien que el verdadero sentido de escribir residía en la oportunidad de rescatar lo que alguna vez fue y “hacerlo posible”. Cada palabra era una sombra, decía, tal vez por ello yo nunca pude dejar la irritable sensación de haber llegado a destiempo. Sorella se entregaba a la presteza de la música. No precisaba un idioma. En su periodo punk, ella se rebeló. —¿No te das cuenta de que aquí lo que no está prohibido es obligatorio?, ¡estoy harta de vivir en medocracia! Tú y yo debimos haber nacido en Loano, y no en este camino a merced de la indiferencia del resto del mundo. Deda apenas pudo escucharla, y, luego volviéndose a nosotros, exclamó con un inusitado furor: “sreća dođe jednom”. No éramos capaces de distinguir los distintos sentimientos expresados en un lenguaje que no conocíamos. Tan solo pudimos mirarnos. Desde ese entonces presentí que tendría que llevar el desierto conmigo para resolver cualquier duda antes de ponerme a resolver crucigramas. El hombre llegó a la luna. Habíamos comenzado a vivir.
8.
Afuera, el desierto de Lima no parecía dispuesto a oírme gritar “mi hermano ha muerto”. Su verdadera historia siempre estuvo en el mar. Fabrizio fue un guarismo más que existió solo en un plano estadístico. Mientras, la escritura perdía su verdadero objetivo, escribía para ser un desconocido. Jamás pensé en una novela transida por el aliento áspero de la luna, ajena al verdadero destino del mundo, y menos en el deber de autografiarla ante una sospechosa fila de amables desconocidos. Apenas pretendía recordar a mi Nonna, en tiempo pasado, el plan de escritura me lo exigía así, hasta que, hace solo un momento, creí oír su voz diciéndome otra vez «lasciali» con acento tal que el presente comenzó a perder el paso como si la distancia recorrida para llegar hasta aquí —este no será nunca el presente— se tratara de un montón de hojas marchitas que fueron barridas sobre un campo minado. Por eso— decía ella— debía concentrar mi atención, más que en las grandes enseñanzas del pasado, en esos anónimos refranes de bajo presupuesto, como si todos ellos me pertenecieran; en la voz de la revelación y no en la de alerta. Aunque mañana la iré a ver al cementerio, ella reside aún en mi infancia, allí donde crece el ruibarbo, a la derecha.
Con la Nonna añorábamos el reflejo de la luz sobre la blanca flor de los cerezos sobre las colinas de Loano; la inocencia del río cuyo caudal parecía recordar que toda promesa representa una amenaza; el castillo Doria, el convento de Monte Carmelo, Piazza Salgari y el esplendor azul de la Riviera di Génova, hasta que caí en la cuenta de que yo nunca había estado en Loano. Era demasiado joven, un birichino, decía, como para comprender las distintas dimensiones que fluctúan dentro de la palabra «magone». Más que feliz diría que crecí confundido. Una vez leí algo sobre la nostalgia de la euforia de los sueños olvidados de la infancia. Y sí, todo era como un sueño. La felicidad podía encontrarse en la Sala de Máquinas, en la turbación de Bogdana, incluso en un muy efímero fragmento de luz. Quizá toda la dicha provenía de esa percepción. En el colegio jugaba con Haltenhof y Von Hesse a una guerra donde nadie resultó herido.
Mis amigos eran alemanes.
Yo me preguntaba cuándo llegaría el furgón para transportarme al abra de algún futuro río.
Mi Nonno fue partisano.
Creí heredar su destino.
Hablar de mi infancia en español es una traducción.
Tuvo el aroma de la hierba fresca.
Yo soy de mi siglo.
30.
En un poema de Levertov había un hombre solitario: quería que
los trenes hablasen por él. Fue cuando creí oír la voz de
Enrique Winter advirtiéndole: “…pero ningún tren entra en el mar”.
No puedo oírlo bien. En Lisboa cae aún la lluvia de ayer, mientras
Skyler White insiste en la necesidad de alguien que proteja a la fa-
milia del hombre que la protege.
Un predicador dogmático recaba millones.
Bruno Ganz recita esta poesía de Peter Handke.
Aparece el tipo del filme de Mathieu Kassovitz.
Cae desde una azotea diciendo: «por ahora todo va bien».
Incluso esos actores cuando no están emborrachándose,
han leído algún verso de Vallejo, pero, ¿qué tiene que ver con
todo esto Mark Strand?
Es una .
En el sueño había un río que después pude encontrar en el mapa,
como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar.
En la ribera un grupo de húngaros bailaba bajo los árboles
alrededor de un barril de cerveza. Cuando son húngaros
siempre uno toca el acordeón, ¿ es una alegoría
de la felicidad o solo otra
Un poco más allá está el tren «Europa».
Nadie sube ni baja.
No puedo abrir sus puertas.
Los rieles envejecen más deprisa que los hombres.
Aunque el tren está detenido, a su alrededor todos los
paisajes parecen entremezclarse. Después de dudar,
mi Padre, quien está dentro del tren, exclama:
—¿Quién conoce el rumbo?
—Yo no lo sé. Pero hacia ahí estamos yendo —responde una voz.
Tal vez sea la del Nonno. En ese preciso momento yo
tendría que haber aparecido junto a él para que pueda
invitarme a mirar desde la ventana diciendo algo así como:
—¿Ves aquella montaña? Le habría respondido que sí, que parece muy cercana.
—Esto —agregaría él— es lo que ves cuando eres joven. Todo te parece muy
cerca. Eso es el futuro. Cuando estés viejo te parecerá muy lejano.
Eso es el pasado. Pero ese diálogo más bien tendría que estar en el
sueño previo a un guion de Sorrentino. En este el Nonno me abandona en
la Sala de Máquinas donde vuelvo a imaginar las florecillas silvestres
que crecen alrededor de los bosques de Loano.
Nada está claro, incluso dudo que los distintos detalles que vivo allí me pertenezcan.
Es verdad, el filme de Kassovitz se estrenó en el 95.
Casi un siglo después que Jung cesara sus labores.
—Son emanaciones de fuerza creativa que se encuentran
en la conformación de las células, en los tejidos de las
hojas de los árboles, en nuestra piel y en las expresiones
culturales y artísticas que se manifiestan a través
de imágenes simbólicas.
El mundo no interfería tanto con sus propios principios sistémicos.
Jung jamás pudo registrarse en Netflix.
Hoy el límite entre el sueño y lo real se hace cada vez más tenue. Cada noche es lo mismo. Los sueños no cesan de escribirse. Y yo no creo en su valor espiritual. Nada es comprensible en ese dial epifánico donde el lenguaje tendría que interpretarse como quien revisa una lista de objetos perdidos, sin que alguno de ellos deba significar algo.
32.
Stefan Zweig comprendió que el transcurrir de toda la historia, incluido este momento, era algo totalmente repentino. Tal vez, porque la realidad no es del todo probable. Desde aquí veo alejarse a los poetas más jóvenes. Son otro presente. También en la historia. Quizá sea solo una perspectiva cercana a la que tuvo Zweig antes de aislarse en Petrópolis. Nunca significa, acontece. Por eso vivimos mil años. Los suficientes para poner un cartel de advertencia “llámame cuando llegues”, aun cuando el mensaje no pueda traducirse de acuerdo a los datos requeridos por el carné de identidad.
Zweig buscaba una patria.
La mía fue un tren que no existe.
Se perdió ese presente.
“Patria” es solo una palabra mágica, como ultramar como tren, como Loano,
son válidas para la membresía de la tarjeta MasterCard.
A pesar de la vecina, yo preferí a la vida mirándome.
Ella buscó ayer «al fondo en la manigua» y como, salvo por los árboles, no encontró nada nuevo, adujo que mi verdadera intención
fue evadir la realidad sin saber bien cómo iría a plantear otras dimensiones,
tal como ocurre en esos poemas de amor que nos descubren
uno lejos del otro, frente al televisor, como dos dummies
cortejándose con emojis musicales a través del Skype.
13.
A Ludy
Quizá el tren «Europa» sea solo un sueño, pero existirá mientras alguien sea capaz de seguir soñándolo. Estuvo aquí mucho antes que yo. A mi infancia le tocó habitarlo hasta que pude recordar cada uno de los detalles del relieve de su atmósfera fría. Después los olvidaré. Y ese olvido permitirá que el tren vuelva a recorrer el mismo tiempo otra vez. Quizá entonces yo me vuelva a subir, y cuando desembarque, solo para hacerte oír cómo suena una dambura entre los fresales, alrededor del bosque de Loano, el tren «Europa» lenta, muy lentamente, aparecerá en la curva, otro subirá y, queriéndolo o no, volverá a soñar con su escritura.
Maurizio Medo / Lima, Perú, 1965. Poeta, crítico y editor, radica en Arequipa, Perú, desde 2003. Es autor, entre otros, de los libros de poemas Travesía en la calle del silencio (1988), Caos de corazones (1996), Limbo para Sofía (1992), Manicomio (2005) y Cuando el destino dejó de ser víspera (Poesía reunida, 2005-2015). Actualmente dirige el proyecto de divulgación País imaginario.
(Fuente: Periódico de poesía.Unam.mx)
No hay comentarios:
Publicar un comentario