domingo, 21 de noviembre de 2021

Elisa Díaz Castelo (México, 1986)

 

Escala de Richter

 

Si hay que medirlo todo, también esto. La destrucción es menor si se comparte. Ordenar incluso y sobre todo áreas de sombra. Darle forma al desastre, cifras que lo sujeten. Ésta es la magnitud local de mi tragedia.

2.5 Sólo se percibe en pisos altos. Estamos en el penúltimo piso de tu vida mirando para afuera. Los huesos de nuestras caras son ventanas. El pasado es presente que se desdice. Si cierras los ojos y miras hacia el sol, comienza el color rojo. El pasado no tiene nombre, empieza en silencio en algún sitio. El temblor a veces es tan tenue que no lo perciben los humanos.

3.5 Tiemblan los vidrios, se mecen las lámparas del techo. Los ciegos prenden las luces de sus casas. En las aulas de la universidad entran bocanadas de pájaros grises y cantan el amanecer a media tarde. El pasado sucede en algún sitio. Por eso es mejor cerrar siempre las ventanas. Nos vemos todos los viernes. Amueblo mi cuerpo con tus palabras. Sabemos entonces algunas cosas, pero no las necesarias. Buscamos contoros en las cuarteaduras de los edificios. Caminamos por las calles de Chimalistac. Nuestras sombras se tocan, desfiguradas, en el empedrado. Usaré sílabas para medir la pérdida.

4.5 Los perros callejeros se lanzan a las avenidas. Empieza el interior en algún sitio. Cerramos firmemente las cortinas. Nos desvestimos lento y sin tocarnos en lados opuestos de la cama. En la madrugada, un loco entra al motel y golpea durante horas nuestra puerta. Empieza el interior en este sitio. Me olvido de mis manos mientras duermes. Cambia la habitación, la miro atravesar la noche rodeada por la luz de la ciudad. El silencio no existe. Crujen los vidrios como los dientes de un viejo. No hay viento, sólo los perros atropellados que ladran en las coordenadas grises de la ciudad a medias. Alguien dice que todo el dolor es rojo.

5.5 Caen algunos árboles, algunos destrozos. Suenan las alarmas de los automóviles. Se mueren del susto uno o dos ancianos. Los ríos, también los entubados, cambian de dirección. Los gatos blancos desaparecen. El sonido del mundo comienza a dislocarse. Hablamos pero mis palabras no te tocan. Se rompe el concreto de grandes avenidas, los vidrios revientan de un golpe de vista. Salimos a la calle, atravesamos ejes, nos detenemos en puentes peatonales. Tu sombra tiembla en su estanque. A veces tu mano roza la mía. Yo también camino toda la noche. Los minutos se cuartean. Los sitios se desarman, los perros dejan sus cuerpos desmadejados en las calles. Los semáforos se detienen en rojo. Serpentean los cables gruesos de los puentes. Empieza en mi epicentro el fin del mundo. El final es la primera certidumbre.

6.5 Daños, derrumbamientos. Ya no hay hacia dónde empujar el cuerpo. La destrucción es menos si se dice exactamente cuánta. Hundimiento de postes. Dejo la piel en prenda. Durante horas miro el movimiento del sol en un paso a desnivel. Quiero medir el último día del mundo. El planeta intercambia órbitas con su gemelo negro.

7.5 Destrucción total de la ciudad. Levantamiento de la corteza terrestre. La piedra desbordada. Ladrillos cansados de sostener su peso tanto tiempo. Se mece la colonia como una embarcación a la deriva. Truenan las tuberías bajo la tierra, se liberan los ríos. Se desarman los edificios. La ciudad cabalga a pelo sobre sus escombros. Es una flota de navíos sobre un mar adusto y escarpado. Cae el cascajo como una parvada muerta en pleno vuelo, un manojo de sombras bien cuajadas. Luego no vuelvo a verte, poco a poco, se me rompe tu nombre de la boca. No es posible decir el momento de la pérdida. Sólo el instante previo, el subsecuente. El epicentro es el lugar donde lo sólido olvida sus cimientos. Se anula la geometría perfecta de los muros. Empieza en el centro de mi cuerpo el derrumbe, soy la ciudad rasgada, que se quiebra. Llegan a mi boca pájaros oscurecidos por su miedo.

8.5 Los insomnes concilian el sueño, los sonámbulos comen sal a cucharadas. Sus madres matan cachorros con la escopeta negra. Cantan los gallos sin cabeza. Se acaba el pasado en ese sitio. Los sastres vomitan hilos plateados.

La escala de Richter es abierta. No tiene límite la magnitud.

(De Principia, Tierra Adentro 2018)

 

 

Lázaro I

 

Vine a morir un día de alta mar en Aruba
con las aletas y el esnórquel puestos.
Supe que me moría. No hay peor dolor
que el miedo, hay que decirlo.
Por lo demás, no pude despedirme. Ni siquiera
del cuerpo. De pronto siempre es tarde.
Quise gritar pero el agua me calló la boca.
Desde entonces en un oído escucho,
aunque esté en el desierto, oleaje del Caribe.
Y hasta mi nombre, Celso,
se me ha salado un poco.

Quiero decir dos cosas. Primero:
todos los ahogados en el mar mueren de sed.
Punto y aparte. El tiempo, allá mismo,
en el anverso, es pura orfebrería.
Me levanté del cuerpo
como un niño aletargado de su cama
y me miré desde arriba mecido en el oleaje.
Supe entonces que somos tan ligeros:
pesamos menos que el agua salada.

Me distraigo. Eran dos cosas
que quería decirles. Primero:
la muerte es multitud. Desde arriba
pude mirar, extraña aparición,
a los demás ahogados,
todos ahí, devueltos a su muerte,
acróbatas del agua y del respiro,
llevados por la lengua ávida del mar.
Cada uno una y otra vez, durante siglos,
atravesado por el acto siempre ajeno de morir,
empedernidos en su muerte o resignados,
pero todos muriendo, hay que decirlo,
con la muerte en cuello,
rebosando su sal en los bolsillos. Entonces
soy uno de ellos, casi,
soy por poco alimento, tibio todavía,
y me pregunto: ¿qué pez se comerá mi corazón?

Pero no me morí
lo suficiente: mi nombre, Celso,
se me volvió a la boca
y el albedrío de mi cuerpo quiso. Dos cosas,
sólo dos, quiero decirles: cada quien tiene el suyo
pero mi dios es esa agua tibia iluminada.

(De El reino de lo no lineal, 2020)

 

 

Orfelia se pone la piyama

 

Olvido para qué me sirve el cuerpo.
Se ha cerrado sobre sí mismo y hace mucho
que no soy, casi, nadie. En otras palabras,
duermo hasta volver
a mi virginidad. Duermo tanto. Todas
mis cicatrices duermen también.
Dejo entrar todo lo que se aleja y no sé
mirar hacia adelante. Mírame. Esto
es lo que el tacto puede hacer.
Aprendo cosas nuevas: a caminar lento,
a respirar adrede, a masticar veinte veces.
Cubro cada árbol con el recuerdo de las hojas.
Hago listas de reproducción
para que los muertos se desvelen con mi sombra.
Me hago vieja. Lo tengo aquí conmigo. A mi cuerpo.
Es extraño llevarlo a todas partes: un niño
pequeño en brazos. Un muerto. Pensar que no
se quedó contigo esa última noche.
Levantaste un poco mi blusa y preguntaste:
¿puedo quitarte esto? Como si hubiéramos vuelto
a recién conocernos, desandados nuestros cuerpos
por la despedida hasta el anonimato. Tal vez
de tanto y tanto tocarnos nos borramos. Nos borramos.

(De El reino de lo no lineal, 2020)

 

 

(Fuente: LP5 Revista de Arte y Literatura)

 

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