“Entre conciencia e
inocencia hay siempre una muralla
que la poesía raras
veces logra superar. Los poetas demasiado
seguros de lo que es la
poesía no son nunca buenos poetas.
Pero la inocencia no
impide la construcción de una poética. Es
más, ella es el cemento
que sostiene dicha construcción. Los
poemas, las palabras, el
lenguaje, con los cuales el poeta se va
edificando a sí mismo,
son por ello y al mismo tiempo, un
desafío y una
transgresión: como los enamorados y los niños,
el poeta rehúsa todo
acomodamiento o compromiso con el
mundo exterior, con la
sociedad en que vive. El será poeta
tan sólo en la medida en
que continúe obstinadamente en esta
actitud. No se trata de
romanticismo ni de “poetas malditos”.
Todo lo contrario: es su
condición virginal, inocente, la que no
encaja nunca en ninguna
sociedad organizada. Dicho esto,
recuerdo vagamente -¡ha
pasado tanto tiempo!- algunos
instantes supremos,
algunos desmayos, algunas noches
centelleantes, algunas
visiones crueles, en plena juventud, del
tiempo que pasa, de la
destrucción y de la muerte; algunas
imágenes fastuosas que
brotaban de mi alma y me hacían
sollozar; alguna horas
eternas con el ser amado y otras
abandonado a mi mismo,
roído por la desventura humana, por
el fragor lejano -pero
inmediato para mi- de la guerra y sus
horrores. La poesía era
todo para mi, entonces, como lo es
todavía aunque gran
parte de la divina inocencia de esos años
haya sido devorada por la
conciencia.”
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