MI VIDA EN LOS TUBOS DE SUPERVIVENCIA
Como era pigmeo y amarillo y de facciones agradables
y como era listo y no estaba dispuesto
a ser torturado
en un campo de trabajo o en una celda acolchada
me metieron en el interior de este platillo volante
y me dijeron vuela y encuentra tu destino. ¿Pero qué
destino iba a encontrar? La maldita nave parecía
el holandés errante por los cielos del mundo, como si
huir quisiera de mi minusvalía, de mi singular
esqueleto: un escupitajo en la cara
de la Religión,
un hachazo de seda en la espalda
de la Felicidad,
sustento de la Moral y de la Ética, la escapada hacia adelante
de mis hermanos verdugos y de mis hermanos desconocidos.
Todos finalmente humanos y curiosos, todos huérfanos y
jugadores ciegos en el borde del abismo.
Pero todo eso
en el platillo volador no podía sino serme indiferente.
O lejano. O secundario. La mayor virtud
de mi traidora especie
es el valor, tal vez la única real, palpable hasta las lágrimas
y los adioses. Y valor era lo que yo demandaba encerrado en
el platillo, asombrando a los labradores
y a los borrachos
tirados en las acequias. Valor invocaba mientras la maldita nave
rielaba por guetos y parques que
para un paseante
serían enormes, pero que para mí sólo eran tatuajes sin sentido,
palabras magnéticas e indescifrables, apenas un gesto
insinuado bajo el manto de nutrias del planeta.
¿Es que me había convertido en Stefan Zweig
y veía avanzar
a mi suicida? Respecto a esto la frialdad
de la nave
era incontrovertible, sin embargo a veces soñaba
con un país cálido, una terraza y un amor fiel
y desesperado.
Las lágrimas que luego derramaba permanecían en la superficie
del platillo durante días, testimonio
no de mi dolor, sino de
una suerte de poesía exaltada que cada vez más a menudo
apretaba mi pecho, mis sienes y caderas.
Una terraza,
un país cálido y un amor de grandes ojos fieles
avanzando lentamente a través del sueño, mientras la nave
dejaba estelas de fuego en la ignorancia
de mis hermanos
y en su inocencia. Y una bola de luz éramos
el platillo y yo
en las retinas de los pobres campesinos,
una imagen perecedera
que no diría jamás lo suficiente acerca
de mi anhelo
ni del misterio que era el principio y el final
de aquel incomprensible artefacto.
Así hasta la
conclusión de mis días, sometido al arbitrio
de los vientos,
soñando a veces que el platillo se estrellaba
en una serranía
de América y mi cadáver casi sin mácula surgía
para ofrecerse al ojo de viejos montañeses
e historiadores:
Un huevo en un nido de hierros retorcidos. Soñando
que el platillo y yo habíamos concluido
la danza peripatética,
nuestra pobre crítica de la Realidad,
en una colisión indolora
y anónima en alguno de los desiertos
del planeta. Muerte
que no me traía el descanso,
pues tras corromperse mi carne
aún seguía soñando.
.
De: «𝘓𝘰𝘴 𝘱𝘦𝘳𝘳𝘰𝘴 𝘳𝘰𝘮á𝘯𝘵𝘪𝘤𝘰𝘴» (1993)
(Fuente: Grover González Gallardo Poesía)
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