Elegía 1938
Trabajás sin alegría para un mundo caduco,
donde las formas y las acciones no encierran ningún ejemplo.
Practicás laboriosamente los gestos universales,
sentís calor y frío, falta de dinero, hambre y deseo sexual.
Hérioes llenan los parques de la ciudad en la que te arrastrás,
y preconizan la virtud, la renuncia, la sangre fŕía, la concepción.
A la noche, si hay neblina, abren paraguas de bronce
o se retiran a los volúmenes de siniestras bibliotecas.
Amás la noche por el poder de aniquilación que encierra
y sabés que, durmiendo, los problemas te dispensan de morir.
Pero el terrible despertar demuestra la existencia de La Gran Máquina
y te vuelve a poner, chiquito, ante palmeras indesicifrables.
Caminás entre muertos y conversás con ellos
sobre cosas del tiempo futuro y negocios del espíritu.
La literatura arruinó tus mejores horas de amor.
Hablando por teléfono perdiste mucho, muchísimo tiempo de sembrar.
Corazón orgulloso, tenés prisa por confesar tu derrota
y aplazar para otro siglo la felicidad colectiva.
Aceptás la lluvia, la guerra, el desempleo y la distribución injusta
porque no podés, vos solo, dinamitar la isla de Manhattan.
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