Poema “Ensayo sobre las cosas en las que más pienso”,
de Anne Carson
En el error.
Y en sus emociones.
Estar a punto del error es una condición del miedo.
Estar en medio del error es estar en un estado de locura y de derrota.
Darte cuenta de que has cometido un error produce vergüenza y remordimiento.
¿O sí?
Veamos.
Mucha gente, incluyendo a Aristóteles, opina que el error
es un suceso mental interesante y valioso.
Cuando habla de la metáfora en su Retórica,
Aristóteles dice que hay tres tipos de palabras:
las extrañas, las ordinarias y las metafóricas.
“Las palabras extrañas simplemente nos descolocan;
las palabras ordinarias nos transmiten lo que ya sabíamos;
usando metáforas es como nos topamos con lo nuevo y con lo fresco”
(Retórica, 1410b10-15).
¿En qué consiste esa frescura de las metáforas?
Aristóteles dice que la metáfora hace que la mente se experimente a sí misma
en el acto de cometer un error.
Ve la mente como algo que se mueve a lo largo de una superficie plana
hecha de lenguaje ordinario
y luego de repente
esa superficie se rompe o se complica.
Emerge lo inesperado.
Al principio parece raro, contradictorio o incorrecto.
Y después sí tiene sentido.
Y es en ese momento cuando, según Aristóteles,
la mente se dirige a sí misma y se dice:
“¡Qué verdad es! ¡Y aun así cómo lo había malinterpretado yo todo!”
Es posible aprender una lección de los errores auténticos de las metáforas.
No es solo que las cosas no son lo que parecen,
y de ahí que nos confundamos;
además, dicha equivocación es en sí valiosa.
Pero esperad un momento, dice Aristóteles,
hay mucho que ver y sentir por ahí.
Las metáforas le enseñan a la mente
a disfrutar del error
y a aprender
de la yuxtaposición entre lo que es y lo que no es.
Hay un proverbio chino que dice:
un pincel no puede escribir dos caracteres en la misma pincelada.
Y aun así
eso es justamente lo que hace un buen error.
Veamos un ejemplo.
Es un fragmento de cierto poema griego antiguo
que contiene un error de aritmética.
Por lo visto el poeta no sabe
que 2+2=4.
Fragmento Alkman 20:
[?] lo cual hacen tres estaciones, verano
e invierno y en tercer lugar otoño
y en cuarto lugar primavera cuando
hay florecimientos pero comer suficiente
no lo es.
Alkman vivió en Esparta en el s. VII a.C.
Entonces Esparta era un estado pobre
y es improbable
que Alkman llevara una vida de rico bien alimentado.
Este hecho es el contexto de sus observaciones
que desembocan en el hambre.
Siempre tenemos la sensación de que el hambre
es un error.
Alkman hace que experimentemos este error
con él
mediante un uso efectivo del error computacional.
Para un poeta espartano pobre sin nada
en sus bolsillos
al final del invierno,
ahí viene la primavera
como una ocurrencia a deshora de la economía natural,
la cuarta en una serie de tres,
desequilibrada su aritmética
y su verso yámbico.
El poema de Alkman se parte en dos a mitad camino con ese metro yámbico
sin dar ninguna explicación
sobre de dónde viene la primavera
o sobre por qué los números no nos ayudan
a controlar mejor la realidad.
Tres cosas me gustan del poema de Alkman.
Primero, que es pequeño,
ligero
y económico de una manera más que perfecta.
Segundo, que parece sugerir la presencia de ciertos colores como el verde pálido
sin ni siquiera nombrarlos.
Tercero, que consigue sacar a relucir
algunas preguntas metafísicas de primer orden
(como la de Quién hizo el mundo)
sin un análisis excesivo.
Fijémonos en que en el predicado verbal “lo cual hacen” en el primer verso
no hay sujeto: [?]
Es muy poco habitual en griego
que el predicado verbal no tenga sujeto; de hecho,
es un error gramatical.
Si les preguntáis, los filólogos estrictos os dirán
que este error no es más que un accidente de transmisión,
que el poema tal y como nos ha llegado
con toda seguridad es un fragmento suelto
de un texto más extenso
y que es casi seguro que Alkman nombró
al agente de la creación
en los versos precedentes.
Bueno, puede ser.
Pero, como sabéis, el principal objetivo de la filología
es reducir todo placer textual
a un mero accidente histórico.
Y no me siento cómoda con la idea de que podemos saber exactamente
qué es lo que quiere decir el poeta.
Por lo tanto, dejemos el interrogante aquí
al comienzo del poema
y admiremos la valentía de Alkman
a la hora de confrontar aquello que queda entre paréntesis.
La cuarta cosa que me gusta
del poema de Alkman
es la impresión que da
de hacer que se desembuche la verdad, en contra de sí misma.
Muchos poetas aspiran
a conseguir este tono de lucidez inadvertida
pero pocos se dan cuenta tan fácilmente como Alkman.
Por supuesto, su simplicidad es un fake.
Alkman no es para nada simple,
es un maestro de la organización
(o lo que Aristóteles llamaría un “imitador”
de la realidad).
La imitación (mímesis, en griego)
es el término que utiliza Aristóteles para designar a los errores auténticos de la poesía.
Lo que me gusta de este término
es la facilidad con la que admite
que aquello con lo que nos las vemos cuando hacemos poesía es el error,
la obstinada creación del error,
el rompimiento deliberado y la complicación de los errores
de los cuales puede emerger
lo inesperado.
Así que un poeta como Alkman
deja a un lado el miedo, la ansiedad, la vergüenza, el remordimiento
y el resto de emociones tontas que asociamos con el hecho de cometer errores
para aceptar
la verdad verdadera.
La verdad verdadera en el caso de los humanos es la imperfección.
Alkman rompe con las reglas de la aritmética
y hace peligrar la gramática
y no da pie con bola en cuanto a la forma métrica de sus versos
para llevarnos a aceptar este hecho.
Al final del poema el hecho sigue ahí
y probablemente Alkman no tiene menos hambre.
Sin embargo, algo ha cambiado en el coeficiente de nuestras expectativas.
Porque, haciendo que nos equivocáramos,
Alkman ha perfeccionado algo.
Sí, ha mejorado algo, ha mejorado algo de una manera
más que perfecta.
Con un solo pincel.
(Traducción de Berta García Faet)
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(poema en su idioma original, inglés)
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