La risa de los otros
He visto durante toda mi vida, sin encontrar una sola excepción, a los
seres humanos de hombros estrechos ejecutar actos estúpidos y numerosos,
embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los
medios. Justifican sus acciones con un nombre: la gloria. Al presenciar
tales espectáculos quise reír como los otros; pero ello, imitación
extraña, no fue posible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo muy
agudo, y hendí mi carne en los sitios donde se unen los labios. Por un
instante creí haber logrado mi objeto. Contemplé en un espejo esa boca
lacerada por mi propia voluntad. ¡Qué equivocación! La sangre que manaba
profusamente de las dos heridas impedía, por otra parte, distinguir si
realmente se trataba de la risa de los otros. Pero al cabo de algunos
instantes de comparación, comprobé que mi risa no e parecía a la de los
humanos, más bien dicho, que yo no reía. He visto a los hombres con feas
cabezas y con ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar
la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del
tiburón, la insolencia de la juventud, la furia insensata de los
criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más
extraordinarios, la fortaleza de carácter de los sacerdotes, y a los
seres más ocultos para el exterior, los más fríos de los mundos y del
cielo; hostigar a los moralistas para que descubran su corazón, y hacer
recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto
todos a un tiempo, unas veces el puño más robusto dirigiéndose al cielo
igual que el de un niño ya perverso contra su madre, al parecer azuzados
por algún espíritu infernal, con ojos repletos de un remordimiento
lancinante y a la vez rencoroso, guardando un silencio glacial, sin
atreverse a expresar las vastas e ingratas meditaciones que cobijan sus
pechos, tan llenas están de injusticia y de horror, y entristecer así de
compasión al Dios misericordioso; otras veces, en cualquier momento del
día, desde que comienza la infancia hasta que acaba la vejez, mientras
derramaban increíbles anatemas, que no tenían el sentido corriente,
contra todo lo que respira, contra sí mismos y contra la Providencia,
prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del
cuerpo consagradas al pudor. Entonces los mares levantan sus aguas que
arrastran a sus abismos los maderos; los huracanes y los terremotos
derriban las casas; la peste y las enfermedades más diversas diezman a
las familias suplicantes. Pero los hombres no lo advierten. También los
he visto enrojecer o palidecer de vergüenza por su conducta en esta
tierra; excepcionalmente. Tempestades hermanas de los huracanes,
firmamento azulado cuya belleza no acepto, mar hipócrita imagen de mi
corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo
entero, Dios que lo has creado con esplendor, a ti te invoco: muéstrame
un hombre bueno… Pero en ese caso, que tu gracia decuplique mi vigor
natural, pues ante el espectáculo de un monstruo tal, puedo morir de
asombro; por mucho menos se muere.
Cantos de Maldoror I, 5
(Fuente: Biblioteca Ignoria)

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