sábado, 2 de octubre de 2021

Jaime Sáenz Guzmán (La Paz, Bolivia 1921 — 1986),

 

 

VI

En las pródigas luces humedecidas
y en los aires de navegación de las montañas,
en las solitarias inmensidades de la limpidez y en las humaredas, al calor fugitivo de la grave curvatura del mundo
—en las calles y en los árboles,
la lluvia refleja la callada ternura de tu visión.

Y de las tumbas un suspiro enciende perdidos y escondidos fuegos
en tu sentida imagen,
a la ascensión de aquel melancólico vaho desde las oscuridades,
que ha resquebrajado los sudarios de tus rumorosos antepasados

—y en las entrañas del agua, al compás que escucho del olvido, llueve,
y llueve y yo no te miro, en realidad puedo mirar que me miras tú,
—¡cómo me miras!,

de unos confines, de la infancia
y de los mares profundos de la juventud
—¡me miras en el vacío y a través de la distancia,
cómo llega tu mirar, de tanta lejanía y en qué conmovida manera,
que me hace saber que yo no te miro!
—y un gran llanto me sacude al deseo de encontrarte,
y hablar contigo sobre la gratitud, sobre la primavera y la alegría
y sobre cosas tantas y tan diversas,
y a un tiempo te escucho —en la huella que ha quedado en mi frente, en una sombra que roza la pared—,
te escucho hablar de todo cuanto me hace llorar
—y así respondes a lo que digo en mi corazón.

Aniversario de una visión.

VII

Que sea larga tu permanencia bajo el fulgor de las estrellas,

yo dejo en tus manos mi tiempo
—el tiempo de la lluvia
perfumará tu presencia resplandeciente en la vegetación.

Renuncio al júbilo, renuncio a ti: eres tú el cuerpo de mi alma; quédate

—yo he trasmontado el crepúsculo y la espesura, a la apacible luz de tus ojos
y me interno en la tiniebla;
a nadie mires,
no abras la ventana. No te muevas:
hazme saber el gesto que de tu boca difunde silenciosa la brisa;
estoy en tu memoria, hazme saber si tus manos me acarician
y si por ellas el follaje respira
—hazme saber de la lluvia que cae sobre tu escondido cuerpo,
y si la penumbra es quien lo esconde o el espíritu de la noche.

Aniversario de una visión.

I

Este visitante profundo habita en el vello y en las trompetas, decora una penumbra.
Vaga por los acordes y los perfiles diversos aquí, en la ventana y allá, en el monte de la suprema finura,
este viajero me contempla, inexplicable,
se esconde en el olor claro y denso de las luminarias
y en aquellos tejidos que dibujó el olvido
—su mirada de piedra lisa y lavada
no suele posarse en el don de la vida,
sus ojos y aires y su bastón profundo cantan vapores nocturnos a las esferas grises
y mueven desde abajo y desde lo alto los flujos y los contornos de una broza de los sueños
que nuestro paso aplasta rítmicamente.
Una llamarada se cierne en las pláticas y ensombrece la borra de vino,
y anuncia la llegada de un muerto a los quehaceres matinales
—miedoso de la luz, el muerto de orejas de oro y cacao
tiene el tórax grabado en la memoria,
lágrimas tan hermosas como las arañas
y las manos dispuestas en su sitio,
entre la quietud de los salmos.

Visitante profundo.

VIII

Evocan las aguas un canto para helar el vaho y la sombra.
Que de tu cabeza lavada alargue hacia aquí la medida y escudriñaré los costados del mar
y la perdida lumbre que brilla en la orgullosa humedad muerta.
(En la lejanía del abismo, de pronto la mariposa nocturna se volvió contemplativa, invisible y paciente como la devoción y flexibilidad que se le volaban por las patas).
Uno llega, se oculta por no saber que ha llegado y se encuentra un estruendo:
se diría tu voz,
pero la incidencia de la luz y un olor de vejez
no dejan ver su trance original, que era una sonrisa.

Visitante profundo.

Eres visible

Permaneces todo el tiempo en el olor de las montañas
cuando el sol se retira,
y me parece escuchar tu respiración en la frescura de la sombra
como un adiós pensativo.

De tu partida, que es como una lumbre, se condolerán estas claras imágenes
por el viento de la tarde mecidas aquí y a lo lejos;
yo te acompaño con el rumor de las hojas, miro por ti las cosas que amabas
—el alba no borrará tu paso, eres visible.

Visitante profundo.

IV

Los grandes malestares causados por las sombras, las visiones melancólicas surgidas de la noche,
todo lo horripilante, todo lo atroz, lo que no tiene nombre, lo que no tiene porqué,
hay que soportarlo, quién sabe por qué.

Si no tienes qué comer sino basura, no digas nada.
Si la basura te hace mal, no digas nada.
Si te cortan los pies, si te queman las manos, si la lengua se te pudre, si te partes la espalda, si te rompes el alma, no digas nada.
Si te envenenan no digas nada, aunque se te salgan las tripas por la boca y se te paren los pelos de punta; aunque se aneguen tus ojos en sangre, no digas nada.
Si te sientes bien no te sientas bien. Si te quedas no te quedes. Si te mueres no te mueras. Si te apenas no te apenes. No digas nada.
Vivir es difícil; cosa difícil no decir nada.
Soportar a la gente sin decir nada no es nada fácil.
Es muy difícil —en cuanto pretende que se la entienda sin decir nada,
entender a la gente sin decir nada.
Es terriblemente difícil y sin embargo muy fácil ser gente;
pero es lo difícil no decir nada.

Recorrer esta distancia.

VII

En el extraño sitio en que precisamente la perdición y el encuentro han ocurrido,
la hermosura de la vida es un hecho que no se puede ni se debe negar.

La hermosura de la vida,
por el milagro de vivir.
La hermosura de la vida,
que se da,
por el milagro de morir.

Fluye la vida, pasa y vuela, se retuerce en una interioridad inalcanzable.
En el aura de los seres que transitan, que se hace perceptible con un latido,
en el viento que vibra con el ir y venir de los seres,
en los decires, en los clamores, en los gritos, en el humo
—en las calles, con una luz en la paredes, unas veces, y otras veces, con una sombra.
En ese mirar las cosas, con que suelen mirar los animales;
en ese mirar del humano, con que el humano suele mirar el mirar del animal que mira las cosas.
En la hechura de la tela,
en el hierro que el hierro es hierro.
En la mesa,
en la casa.
En la orilla del río.
En la humedad del ambiente.
En el calor del verano, en el frío del invierno, en la luz de la primavera
—en un abrir y cerrar de ojos.
Rasgando en el horizonte o sepultándose en el abismo,
aparece y desaparece la verdadera vida.

Recorrer esta distancia.

Cuando pienso en el misterio de la noche

 

Cuando pienso en el misterio de la noche, imagino el misterio de tu cuerpo,
que es sólo una manera de ser de la noche;
yo sé de verdad que el cuerpo que te habita no es sino la oscuridad de tu cuerpo;
y tal oscuridad se difunde bajo el signo de la noche.
En las infinitas concavidades de tu cuerpo, existen infinitos reinos de oscuridad;
y esto es algo que llama a la meditación.
Este cuerpo, cerrado, secreto y prohibido; este cuerpo, ajeno y temible,
y jamás adivinado, ni presentido.
Y es como un resplandor, o como una sombra:
sólo se deja sentir desde lejos o en lo recóndito, y con una soledad excesiva, que no te pertenece a ti.
Y sólo se deja sentir con un pálpito, con una temperatura, y con un dolor que no te pertenece a ti.
Si algo me sobrecoge, es la imagen que me imagina, en la distancia;
se escucha una respiración en mis adentros. El cuerpo respira en mis adentros.
La oscuridad me preocupa —la noche del cuerpo me preocupa.
El cuerpo de la noche y la muerte del cuerpo, son cosas que me preocupan.

La noche.

Y yo me pregunto: ¿Qué es tu cuerpo?

 

 

 

Y yo me pregunto:
¿Qué es tu cuerpo? Yo no sé si te has preguntado alguna vez qué es tu cuerpo.
Es un trance grave y difícil.
Yo me he acercado una vez a mi cuerpo;
y habiendo comprendido que jamás lo había visto, aunque lo llevaba a cuestas,
le he preguntado quién era;
y una voz, en el silencio, me ha dicho:
Yo soy el cuerpo que te habita, y estoy aquí, en las oscuridades, y te duelo, y te vivo, y te muero.
Pero no soy tu cuerpo. Yo soy la noche.

La noche.

Poemas de Jaime Sáenz.
Jaime Sáenz.
 
 
 
(Fuente: Los poetas del fin del mundo)

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