CRISTHIAN BRICEÑO
iii
No era la literatura, sino la escritura
(cosa distinta) lo que me movía. No el amor, sino el instante del amor
(que ya es pasado), aquello que mi alma apetecía. No el alcohol, sino mi
embriaguez desplegando las visiones. Alguien debe haber dicho, hace
muchos siglos, que el sabor no estaba en la fruta que comemos ni en
nosotros, sino en la conjunción de ambos (luego Teitoku lo utiliza en su
haiku de la niebla en primavera, Valéry en su Cimetière marin,
Borges en sus conferencias, y Olson y Carduci, creo, y hasta Julio
Buitrón en el bar Don Lucho). Como un rostro indefinido, así las
emociones encuentran su forma cuando lo instantáneo prevalece. Las
emociones se diluyen en su propia duración. Ese es su lugar en la
naturaleza de lo que existe: lo que desordena.
vi
Puedo hablarle a Dios cuando estoy solo.
Por supuesto, Él nunca ha respondido. Pero puedo decirle, mirándolo a
los ojos —que están en cualquier parte según los teólogos, este viento
invisible que enfría mi frente, p. ej. —, que tengo fe en su piedad. Por
tanto, espero perdone mis pecados, que no son muchos pero poseen la
cualidad de quien se esmera. Dios y el arte de callar, perfecto para los
que pueden oír, pues de aquellos serán las vísperas de lo que nunca
termina.
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