El salto del ciervo
La última hora
De pronto, a última hora
antes de llevarme al aeropuerto, se puso en pie,
golpeándose contra la mesa y dio un paso
hacia mí, y como un personaje de una antigua
película de ciencia ficción se inclinó
hacia delante y hacia abajo, y extendió un brazo,
topando con mi pecho, y trató de
agarrarme, me levanté y trastabillamos,
luego nos pusimos en pie, alrededor de nuestro núcleo,
su ronco grito de asombro, en el centro,
al final, de nuestra vida. Rápidamente, entonces,
lo peor había pasado, pude consolarlo,
sosteniendo su corazón por detrás
y apaciguándolo por delante, su propia vida
continuaba y aquello que
lo hubo atado, alrededor de su corazón —y atado
a mí— yacía ahora sobre y alrededor de nosotros,
agua de mar, óxido, luz, esquirlas,
los eternos y pequeños rizos de Eros
alisados a golpes.
Frontis Nulla Fides[1]
Algunas veces, ahora, pienso en la parte trasera
de su cabeza como una fisionomía,
roma, rica como si tuviese vello facial,
las formas convexas del pétreo muro craneal
como frente nariz mejillas, tan difíciles de leer
como las superficies de la Tierra. Él me resultaba
tan misterioso como aquella frenología
—occipucio, lamboideo—, pero conocido
como un afloramiento de roca y, para mí,
su calma poseía la honestidad de algo
más antiguo que lo humano. Conocía y no conocía
su cerebro y su revestimiento de montaña boscosa,
pero la auténtica familiaridad
de su frente era como una especie de conocimiento,
tenía mis poros favoritos en su piel,
y el caos, la multiplicidad y la
generosidad de ellos eran como
las vastas estrellas sobre el desierto.
Casi nunca fruncía el ceño, parecía
sereno, como si estuviera por encima o ajeno
a la ira. Ahora puedo ver que sus ojos
eran a veces sombríos u hoscos, pero los veía
como lagos —uno podría hacerlos sonar
y no percibir sus límites ni sus lechos. Algo en
la escasez de sus mejillas, los pómulos
hundidos, siempre me conmovió. El pronunciado
cartílago inglés de la nariz, la amplia
y elocuente curva en el arco del arquero, la
aljaba a veces vacía como si la falta de lenguaje
fuese un paso más, en la evolución,
desde el parloteo de la conciencia. Ahora
que recorro la tierra de la máscara de sí mismo
sellada en la memoria, otra vez, tocando
sus contornos, como si yo fuera el ciego cantor,
siento que el amor ignorante me dio
una vida. Pero desde el interior de mi ilusión sobre él
no podía verlo, o llegar a conocerlo. No tuve
la habilidad o no existe la habilidad
para descifrar la estructura mental en un rostro:
él fue el caballero sobre el cual erigí
una confianza absoluta.
Encontrándome contigo
Al verte de nuevo, después de tanto,
al verte con ella, y en realidad casi
sin querer tu regreso,
no parece que me haga sentir alejada de ti. Pero tú te veías
cubierto de ella, como un niño usando pegamento
que es muy pequeño para usar pegamento. “Si pudiese
escoger, un lugar donde morir”,
no habría sido nunca en tus brazos, viejo amor,
pensábamos que te vería marchar, en los míos,
nunca estuvo en duda que habías sufrido más que yo
cuando joven. Eso me conmovió tanto de ti,
la forma de ser un pasmado
y aún así parecías saber todo
lo que yo no sabía, lo cual era todo
excepto el don de la palabra —y, oh, bueno,
bailar pegados y cómo disculparse.
Cuando me dirigí hacia ustedes dos, en la exhibición de arte,
sentí que no tenía nada por lo cual disculparme,
me sentí como una especie de criatura flotante
con pies de no sé qué, recuperada de la tristeza,
que me sostenían fantásticamente al suelo de la galería como
a la superficie de un planeta, algún orbe lunar
que alguna vez fue parte de la Tierra.
© Sharon Olds, de los poemas
© Reinhard Huaman Mori, de la versión al castellano
N O T A S
[1] Escrito originalmente en latín, su equivalente en castellano sería “No te fíes de la apariencia”. (N. Del T.)
(Fuente: Ginebra magnolia blog)
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