sábado, 3 de abril de 2021

Sharon Olds (San Francisco, EEUU, 1942)

 

 

El salto del ciervo


La última hora

 

De pronto, a última hora

antes de llevarme al aeropuerto, se puso en pie,

golpeándose contra la mesa y dio un paso

hacia mí, y como un personaje de una antigua

película de ciencia ficción se inclinó

hacia delante y hacia abajo, y extendió un brazo,

topando con mi pecho, y trató de

agarrarme, me levanté y trastabillamos,

luego nos pusimos en pie, alrededor de nuestro núcleo,

su ronco grito de asombro, en el centro,

al final, de nuestra vida. Rápidamente, entonces,

lo peor había pasado, pude consolarlo,

sosteniendo su corazón por detrás

y apaciguándolo por delante, su propia vida

continuaba y aquello que

lo hubo atado, alrededor de su corazón —y atado

a mí— yacía ahora sobre y alrededor de nosotros,

agua de mar, óxido, luz, esquirlas,

los eternos y pequeños rizos de Eros

alisados a golpes.

 

 

 

Frontis Nulla Fides[1]

 

Algunas veces, ahora, pienso en la parte trasera

de su cabeza como una fisionomía,

roma, rica como si tuviese vello facial,

las formas convexas del pétreo muro craneal

como frente nariz mejillas, tan difíciles de leer

como las superficies de la Tierra. Él me resultaba

tan misterioso como aquella frenología

—occipucio, lamboideo—, pero conocido

como un afloramiento de roca y, para mí,

su calma poseía la honestidad de algo

más antiguo que lo humano. Conocía y no conocía

su cerebro y su revestimiento de montaña boscosa,

pero la auténtica familiaridad

de su frente era como una especie de conocimiento,

tenía mis poros favoritos en su piel,

y el caos, la multiplicidad y la

generosidad de ellos eran como

las vastas estrellas sobre el desierto.

Casi nunca fruncía el ceño, parecía

sereno, como si estuviera por encima o ajeno

a la ira. Ahora puedo ver que sus ojos

eran a veces sombríos u hoscos, pero los veía

como lagos —uno podría hacerlos sonar

y no percibir sus límites ni sus lechos. Algo en

la escasez de sus mejillas, los pómulos

hundidos, siempre me conmovió. El pronunciado

cartílago inglés de la nariz, la amplia

y elocuente curva en el arco del arquero, la

aljaba a veces vacía como si la falta de lenguaje

fuese un paso más, en la evolución,

desde el parloteo de la conciencia. Ahora

que recorro la tierra de la máscara de sí mismo

sellada en la memoria, otra vez, tocando

sus contornos, como si yo fuera el ciego cantor,

siento que el amor ignorante me dio

una vida. Pero desde el interior de mi ilusión sobre él

no podía verlo, o llegar a conocerlo. No tuve

la habilidad o no existe la habilidad

para descifrar la estructura mental en un rostro:

él fue el caballero sobre el cual erigí

una confianza absoluta.

 

 

 

Encontrándome contigo

 

Al verte de nuevo, después de tanto,

al verte con ella, y en realidad casi

sin querer tu regreso,

no parece que me haga sentir alejada de ti. Pero tú te veías

cubierto de ella, como un niño usando pegamento

que es muy pequeño para usar pegamento. “Si pudiese

escoger, un lugar donde morir”,

no habría sido nunca en tus brazos, viejo amor,

pensábamos que te vería marchar, en los míos,

nunca estuvo en duda que habías sufrido más que yo

cuando joven. Eso me conmovió tanto de ti,

la forma de ser un pasmado

y aún así parecías saber todo

lo que yo no sabía, lo cual era todo

excepto el don de la palabra —y, oh, bueno,

bailar pegados y cómo disculparse.

Cuando me dirigí hacia ustedes dos, en la exhibición de arte,

sentí que no tenía nada por lo cual disculparme,

me sentí como una especie de criatura flotante

con pies de no sé qué, recuperada de la tristeza,

que me sostenían fantásticamente al suelo de la galería como

a la superficie de un planeta, algún orbe lunar

que alguna vez fue parte de la Tierra.

 

 

 

 © Sharon Olds, de los poemas

© Reinhard Huaman Mori, de la versión al castellano

 


N O T A S

[1] Escrito originalmente en latín, su equivalente en castellano sería “No te fíes de la apariencia”. (N. Del T.)

 

(Fuente: Ginebra magnolia blog)

 

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